Provincia de Cádiz

Madre con coraje en El Bosque

  • Isabel Trujillano (El Bosque, 1931) Mataron a mi padre al empezar la guerra, en el 36. Yo era la pequeña de seis hermanos. Mi madre nos sacó adelante. De niña, con 17, ya estaba casada y de divertirme, nada: yo no fui joven nunca. Montamos un bar y después puse una tienda. Mi marido se fue a Alemania, me abandonó con nueve hijos. Metí a seis en colegios en Cádiz. Trabajé mucho, no les faltó nada. Los fui ayudando y tienen sus negocios.

La vida de Isabel Trujillano está forjada en una tragedia. Ocurrió a finales de julio de 1936 en su pueblo, en El Bosque. Acababa de comenzar la Guerra Civil. Ella era una niña de cinco años de edad y fue testigo de una escena imborrable. Su padre la tenía en brazos. Estaban en una venta, muy cerca de casa. Entonces llegaron unos hombres a buscarlo y su padre la bajó al suelo, le dio una moneda de plata, un duro, y le dijo: anda, vete con mamá. Ella le hizo caso, se fue en busca de su madre, con su moneda, y ya está: nunca más vio a su padre. Se lo llevaron y lo mataron.

Los vencedores de la guerra jamás revelaron dónde arrojaron o enterraron el cadáver de Manuel Trujillano y los de otros hombres del pueblo que fueron asesinados en el verano del 36. A Isabel le arrebataron a su padre, ni siquiera puede llevarle flores, y se quedó para siempre con ese momento: la agradable sensación de estar en brazos protectores, el gesto que la devuelve al suelo, la moneda de plata, las palabras del hombre que sabe lo que le espera. "De eso me acuerdo yo como si fuera ahora mismo. Eso es para morirse, ese recuerdo. Eso lo tengo yo...".

Isabel nos recibe en el salón de la casa de una de sus hijas. Ha comenzado a contar su vida y es lo primero que relata: cómo perdió a su padre. Se emociona, le cuesta poner esa escena en palabras. Le duele. Pero ella es fuerte. Se repone y continúa adelante. Así hizo siempre, hasta en los momentos más duros: incluso cuando se vio sola, abandonada por su marido y con nueve hijos a los que alimentar. Lejos de hundirla en la pena, podría decirse que aquella desdicha que vivió de niña, tan lejana pero que tiene tan presente, le ha proporcionado la fortaleza que necesitaba para avanzar y capear la adversidad.

Hasta que mataron al padre, la familia vivía a un kilómetro de El Bosque, en un lugar llamado Los Cañitos. El padre de Isabel era calero, hacía cal, y disponía allí de un horno. Isabel cree que lo mataron por una cuestión de envidia y rapiña. "Vivíamos allí sin molestar a nadie. Pero había un señor que tenía una finca a la vera y quería comerse la colada. Mi padre era un santo. Dicho por la gente, porque yo era una niña". Los golpistas se llevaron también al hermano mayor de Isabel. Pero los guardias, que sabían cómo era su padre, dejaron escapar al joven.

Tras el crimen, impune, la madre de Isabel, viuda con seis hijos, se fue a vivir al pueblo. Los niños más mayores empezaron a trabajar. Sembraban patatas y hortalizas, cazaban conejos, perdices, y la madre vendía todo eso en su casa. También vendía pan. No era una mujer preparada en cuestiones de números y letras pero le echaba voluntad. Cuenta Isabel que su madre anotaba lo que fiaba con rayitas. Un bollito, una rayita; dos rayitas, la media; tres rayitas, el kilo. Salieron adelante. Años después la mujer puso un bar que aún hoy está abierto: se quedó con él un hijo y luego pasó a un nieto. "Mi madre luchó mucho en el bar. La querían mucho los muchachos. Llegaban y le decían: María, haznos un picadillo; mira, traigo este pescado, pónmelo a la plancha".

Pero lo del bar fue más adelante. Antes transcurrieron los años en los que la niña Isabel acudía a la escuela. Los maestros eran don Antonio y doña María y el método de enseñanza, peculiar. Doña María tan pronto le encargaba a Isabel que le echase un ojo a la comida como la enviaba a hacer un mandado. "Se me fue el tiempo así; y lo mismo que yo, otras. Pero es lo que yo digo, que no me ha hecho falta aprender más".

A los 12 años, Isabel salió de la escuela y comenzó a trabajar. Lo hizo primero en un taller de costura. Pronto aprendió que le tenía más cuenta trabajar para sí misma. Entonces montó su propio taller, en su casa. En todo eso transcurrieron cinco años, cumplió 17 y ya pasó por el altar.

"Yo no fui joven nunca. De niña ya estaba casada". De ese modo explica ella que en sus recuerdos de juventud no encuentre tiempos de diversión. Aunque ahora sí que se ríe al evocar un episodio que en su día fue un agobio pero que se ha tornado divertido. Y eso que se niega una y otra vez a relatarlo. "Eso no lo voy a contar", repite ante la insistencia de sus hijas. Al fin cede y nos traslada a sus primeros años de casada, cuando su marido y ella viajaron a San Roque, a casa de su suegro. Un día se vio echando unos pespuntes en una falda de vuelo para esconder allí el café que en aquellos tiempos se pasaba de contrabando desde Gibraltar. Junto a la frontera, aquello se soltó y acabaron registrándola en la aduana y encontrando los paquetes ocultos. Menos mal que su suegro conocía "a los del control" y solucionó el asunto: hasta le devolvieron el café.

Isabel asegura que fue contrabandista sólo una vez, que se asustó tanto que dijo que ella no pasaba más café por nada del mundo. Entonces la pareja regresó a El Bosque, Isabel le compró la mitad de la casa a su madre y pusieron allí una tiendecita. Los niños tardaron en venir. El primero, cuando ella tenía 21 años. Iba ya por cuatro y se quedaban pequeñas la casa y la tienda. De modo que compraron una casa grande que había enfrente y montaron un bar y otra tienda. Así pasaron unos años y siguieron llegando niños, hasta nueve. El marido de Isabel se fue entonces a Alemania, emigró con el objetivo de ahorrar para comprar un camión. Eso dijo. Pero la realidad fue que se quedó allí y que, además, no envió ni un duro.

Isabel se enfrentó a una nueva etapa. Sola y con nueve hijos, casi todos muy pequeños, le puso proa al infortunio: cerró el bar y amplió la tienda. A cuatro niñas y dos niños los metió internos en colegios de Cádiz, en el Rebaño de María y en Valcárcel. Otra niña estuvo en un colegio de Jerez. Un hijo mayor cuidaba los chivos y otra hija la ayudaba en la tienda. Isabel compraba los corderos, hacía los tratos, dirigía el negocio. Algunos domingos viajaba a Cádiz a visitar a los hijos, que volvían a El Bosque en vacaciones. A medida que cumplían 15 años, regresaban al pueblo y se incorporaban a trabajar en el negocio. Las hijas recuerdan que desde chicas han limpiado muchos menudillos. Al principio, algunas veces Isabel tenía que esconderse cuando acudía a cobrar algún viajante. Un hijo se encargaba de decir que su madre no estaba, pese a que asomaban, delatoras, las zapatillas tras la puerta. El hombre se iba: sabía que ese día no había dinero, pero también que cobraría seguro. Isabel dice que dinero no hizo nunca pero que sacaba para vivir. "Siempre ha estado una a la cuarta pregunta porque éramos muchos de familia, pero gracias a Dios mis hijos han tenido lo que han querido. Yo no he podido decir niño no te comas eso porque eso vale tanto".

Con mucho trabajo, el negocio mejoró. La tienda se convirtió en supermercado. Isabel dice que en el pueblo la ayudaron siempre mucho. También ella ayudó a muchas familias. Además estaban los buenos clientes de Cádiz, los que fueron comprando casa en El Bosque, que engordaban el cajón los viernes. "Se llevaban de todo: carne, jamones...". Admiraban a aquella mujer que tiraba del carro y sacaba adelante a sus nueve hijos. A ti hay que hacerte un monumento, le decía el profesor de la UCA Juan López.

Los hijos y las hijas se fueron casando. Mientras empezaban con sus negocios, Isabel les daba comida y casa. Llegó un día en que le dejó la tienda a uno. ¿Y qué voy a hacer yo ahora?, se dijo. Entonces, en un rincón de la misma tienda, puso un puesto de chucherías, helados y cosas así. Pero no le cuadró: al terminar el día, en el cajón había muy poco dinero. Esto no es para mí, pensó. Lo siguiente que hizo fue abrir una tienda de ropa. Se propuso algo sencillo, pero acabó poniendo una tienda "por todo lo alto". Vendía ropa, zapatos, artículos de regalo, flores... "A por los zapatos íbamos a Elche tres o cuatro veces al año, en una furgoneta. Unas veces con un hijo, otras con un yerno. Al que podía echar mano". Con una hija de chófer, viajaba por los pueblos de Bailén en busca de cerámica. Se levantaban a las cinco de la mañana y regresaban a las doce de la noche. Isabel no dejó esa tienda, no se retiró, hasta que cumplió 81 años. Dice que una noche se puso mala y que por la mañana les dijo a sus hijos: ¿quién quiere la tienda? Ninguno. "Claro, todos tenían sus negocios y a ninguno le venía bien". Preguntó a las empleadas: ¿quién quiere la tienda? Ninguna. "Pero si yo la dejo preparada y montada...". Logró convencer a una. "No quería ni a tiros. Y ahora, tan contenta: ya lleva cuatro años".

En un momento de esa historia, al cabo de 25 años de su fuga, apareció por El Bosque el marido de Isabel. El hombre quería tener contacto con sus hijos. Estaba enfermo y clamaba por quedarse en el pueblo. Isabel, conciliadora, optó por plegarse a lo que decidieran los hijos. Se quedó, lo acogió ella en su casa. "Pero yo no lo tocaba siquiera, no podía; me entraba un..., que no. Les hizo mucho daño a mis hijos: dejarlos y no mandar ni un duro siquiera". Isabel se tragó su enfado. El hombre vivió así diez años en casa de su esposa. Aunque antes hubo que sortear un pleito judicial, porque la pareja, la mujer con la que el marido de Isabel había convivido en Alemania, denunció que lo habían secuestrado. No había tal.

El tiempo se ha ido volando mientras Isabel repasaba su vida. Merendamos unos dulces que ha hecho ella y un café. Intento con poco éxito que me cuente algún episodio que no esté relacionado con el trabajo. "Si no me ha dado tiempo. Pasé de la escuela a trabajar. Hay que ver lo que disfruta ahora la juventud y yo no he disfrutado nada. Ni viajes siquiera. De mayor, tampoco. Es que he estado siempre en el negocio y no me he podido retirar para nada, porque es que hasta los domingos... Eso de decir me voy una semana por ahí, eso no". "Porque no ha querido", saltan sus hijas, que le recuerdan a su madre los viajes que le han regalado y que ella no ha querido hacer.

Más tarde, piensa uno en el éxito de esta mujer con los negocios, en cómo heredó el empuje de su madre y luego se lo transmitió a sus hijos. Es inevitable evocar entonces aquel duro de plata que su padre le dio a la niña Isabel cuando supo que venían a por él para matarlo, cuando supo que no la vería nunca más. Aquella moneda se alza como una señal, como un símbolo de una vida centrada en trabajar y prosperar. ¿Qué sería de aquel duro de plata? Telefoneo a Isabel y se lo pregunto. Me responde que se ha hecho muchas veces esa pregunta. Y añade con tristeza: "Ese coraje tengo yo: que no sé qué camino cogió".

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