San Fernando

Muerte e impotencia en Namibia

  • Un vecino de San Fernando relata la odisea que vivió junto con su madre para repatriar el cadáver de su padre, fallecido el pasado abril en el barco del que era jefe de máquinas

El teléfono sonó en San Fernando hacia las doce y media de la mañana del pasado 16 de abril, miércoles de Semana Santa. Llamaba desde Vigo un representante de la naviera con la peor noticia. Su marido ha muerto, le dijeron a la madre de Alejandro. Ha muerto en el barco, en aguas de Namibia.

Alejandro ha escrito una larga carta para contar qué ocurrió desde ese momento hasta el 5 de mayo, cuando el cadáver de su padre llegó a Cádiz: 20 días después. Su padre, José Modesto Vilas Pazos, era jefe de máquinas del barco en el que falleció. Aún hoy la familia no ha conseguido hablar con ningún compañero de su padre. "Todavía no sabemos si sufrió o no sufrió", dice Alejandro. "No creemos que la naviera sea responsable de la muerte de mi padre pero sí de la mala salud de toda una familia", comenta tras relatar lo que denomina una odisea, el calvario por el que pasaron hasta ver repatriado el cadáver.

A las cinco de la tarde de aquel miércoles santo, un tío de Alejandro habla con la persona que horas antes ha transmitido la mala noticia y logra saber algo más: que el cadáver llegaría a puerto el viernes, dos días después. Pasan 48 horas hasta la siguiente comunicación con la empresa.

El jueves, la viuda telefonea al número personal del representante de la empresa y al número del barco. Nadie contesta. "Donde no hay corazón no se puede arañar. El armador olvida que la riqueza que le rodea se la debe a hombres como mi padre, a hombres que dejan atrás a mujeres, hijos y madres, que viven en condiciones infrahumanas en los barcos", reflexiona Alejandro.

Si el jueves es el día de la desinformación, el viernes es el de la incompetencia y la desidia, dice Alejandro en su carta. Es un día de llamadas. La principal, de nuevo desde Vigo, comunica que el cadáver ha llegado al puerto de Walvis Bay a las doce y media de la mañana. Otras las hace Alejandro para tratar de enterarse cómo ha muerto su padre, qué ha ocurrido. En una consigue el número de teléfono del armador del barco, logra hablar con él y le pide dos billetes de avión para viajar a Namibia. En otra habla con la cónsul y ella le dice que los ayudará en Walvis Bay con el papeleo. "Aunque entonces me tranquilizó, más adelante nos dimos cuenta de que eran los primeros síntomas de incompetencia y desconocimiento de esta señora", dice Alejandro.

La mañana del sábado, el armador no llama, como había prometido. Es Alejandro quien lo hace, a la una de la tarde. El armador le explica que no habrá problema para los dos billetes de avión. En la conversación difieren sobre el comportamiento de la empresa. El armador sostiene que sí están actuando como deben, que el viernes santo y el sábado son sus primeros días de vacaciones y que ahí está: intentando ayudar. Ahí están, remarca, él y su compañera, que estaba en la playa y ahora está gestionando los billetes. Alejandro se enfada. Mi madre está aquí al lado, llorando, le dice. Su obligación como armador era haber estado al frente de la situación desde la primera llamada para dar la noticia, le espeta. El armador se considera atacado y cuelga.

Hay una conversación posterior. Alejandro relata que él llama, le pregunta al armador sobre qué cubre la póliza de seguro del barco y que éste le responde: "Bueno, Alejandro, y cómo es esto, ¿cuánto tiempo lleva esperando a que se muera su padre para coger dinero?". "La falta de humanidad que lleva consigo la frase resume todo el maltrato que sufrió mi familia", escribe Alejandro en su carta.

Antes de que Alejandro y su madre partan hacia Namibia suceden otras cosas desagradables. Y en Namibia les espera lo que ellos recuerdan como la experiencia más horrible que jamás haya tenido su familia.

Nadie de la embajada los recibe en el aeropuerto. Cuando el consignatario del barco les da una carpeta con la documentación de su padre, Alejandro constata que la declaración del capitán del buque sobre lo ocurrido está en inglés. Comprende que debe estar atento. La mañana siguiente depara otra sorpresa: el médico que el consignatario ha elegido para hacer la autopsia es el mismo que ha tratado a su padre justo antes de salir a navegar. Alejandro y su madre se niegan: no aceptan que el mismo médico sobre el que puede recaer alguna responsabilidad, caso de que la hubiese, se encargue de dictaminar sobre la causa del fallecimiento.

Por la tarde, Alejandro y su madre visitan a ese médico. Quieren saber cómo encontró a su padre antes de salir a navegar. El médico les cuenta una historia totalmente opuesta a la que el padre de Alejandro le había contado a su esposa justo antes de salir a navegar. Le piden un informe por escrito. También les dice el médico que hace años que dejó de practicar autopsias. La madre de Alejandro llora de rabia al salir de la consulta.

En su informe, el médico ha omitido anotar que el fallecido padecía diabetes. Alejandro regresa entonces a la consulta para pedirle que lo haga. Y en un momento dado de la nueva entrevista, el médico le dice a Alejandro que su padre le daba mucho a la bebida. Alejandro le pide que ponga eso por escrito. El médico le responde que no es nadie para decirle lo que él tiene que escribir. "Perdí los estribos como nunca antes lo había hecho en mi vida, le grité como un loco, me encaré y le tiré al suelo todos los papeles que tenía sobre la mesa. Pero nunca le agredí como se dijo", escribe Alejandro. El altercado deja a Alejandro y a su madre sin apoyo. "Pasamos de víctimas a verdugos", dice él. El 25 de abril hay una reunión. La directora de la Casa del Mar y el consignatario le explican que no está en la cárcel porque ellos frenaron al médico. Alejandro comprende que le reprochen lo que hizo pero no que no desaprueben también la actitud del médico.

Luego llega otra reunión. La Policía les ofrece llevarse el cadáver sin practicar la autopsia si Alejandro y su madre firman un documento en el que admiten que hubo un fallecimiento por causas naturales. Se niegan. Más tarde, de regreso a España, caen en la cuenta del despropósito. "Nos obligaban a hacer la autopsia para sacar el cadáver de Namibia, pero se desentendían si la autopsia se hacía por la vía privada", escribe Alejandro.

Ante tanto problema y tanta soledad, Alejandro y su madre se plantean cómo acelerar el proceso y lograr una autopsia fiable. Recurren a las redes sociales y a los medios de comunicación. También al alcalde de San Fernando, José Loaiza, que telefonea a la Embajada española en Namibia.

Ha pasado una semana y, ahora sí, la embajadora telefonea a Alejandro y a su madre para darles personalmente el pésame. "Aunque la señora embajadora se empeñara en justificar que la actuación de su institución había sido la adecuada, ella sabía que no estaba en lo cierto", escribe Alejandro.

"La historia tras la muerte de mi padre", añade Alejandro, "ha sido el resumen más realista de lo que ha sido su vida. Obstáculos, puertas cerradas, trampas y más trampas para conseguir el objetivo. El de mi padre fue darnos de comer durante sus días, el nuestro, después de su muerte, fue que su cuerpo fuera tratado de la forma más digna. El suyo de sobra lo consiguió. Se fue de este mundo con los deberes hechos, con una lección de amor por nosotros insuperable, dejó su alma en los mares para que su familia no dejara de vivir bien. Y nuestro fin nunca sabremos si del todo lo conseguimos. Sólo lo sabrán las manos que lo trataron en Namibia, pero al menos nuestra conciencia quedará tranquila. Con el viaje al continente africano, mi familia sólo buscaba salvaguardar lo único que mi padre no había perdido que permaneció inalterable hasta el último día; su dignidad".

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