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Provincia de Cádiz

Nuestra memoria del terror

  • Cádiz no era objetivo directo de ETA, pero la onda expansiva de sus acciones criminales se cobraron la vida de gaditanos destinados en el País Vasco y de Ascensión García, la mujer de Jiménez Becerril

El 7 de octubre del año 2000 José Manuel Velázquez, brigada de Veterinaria del Ejército de Tierra, viajó con la muerte durante el trayecto que separaba su destino, Sevilla, de la casa de su familia, en Chipiona. Fue al llegar a su casa, en la avenida de La Esperanza, muy cerca del santuario de la Virgen de Regla, cuando lo descubrió. Sacó el radiocassete extraíble del coche y, como cada día, lo colocó debajo del asiento del conductor. La radio topó con un objeto, una fiambrera. No la tocó. ¿Una fiambrera? Llamó a su mujer: ¿una fiambrera? ¿por qué iba a poner yo una fiambrera ahí? La fiambrera era una bomba, una bomba de ETA, la única que ha estallado en la provincia. Lo hicieron, de forma controlada, los Tedax a las dos y media de la tarde. Los cristales de las viviendas de la avenida de la Esperanza estallaron con un ruido salvaje. Si lo hubiera hecho tal y como pensaban los terroristas, que no se sabe si desconocían el destino del brigada, se hubieran lamentado muertos. Si esta misma fiambrera la hubieran colocado en agosto, hubiéramos lamentado decenas de muertos en una de las zonas más turísticas de esta localidad frecuentada por sevillanos.

A la entrada de Cádiz, al inicio de la avenida Juan Carlos I, una fuente en forma de rotonda recuerda al matrimonio Alberto Jiménez Becerril y su mujer, la gaditana Ascensión García. El delito de este joven de poco más de 30 años era ser concejal del PP en Sevilla. Fue una acción vil. Una noche de enero de 1998 siguieron a la pareja, que había dejado a sus dos hijos con la abuela para cenar con unos amigos, y en lo más intrincado del barrio sevillano de Santa Cruz, unos etarras descargaron sus pistolas sobre sus cabezas. Chipiona encajó como pudo el golpe. Tanto Alberto como Ascensión veraneaban desde chicos allí. Desde chicos recorrían la avenida de La Esperanza, junto al santuario de la Virgen de Regla, junto a la casa en la que los Tedax hicieron estallar la bomba destinada a matar a un veterinario que prestaba sus servicios como brigada. ETA siempre fue así de caprichosa con sus objetivos. El terror es el impacto.

La provincia de Cádiz nunca fue objetivo prioritario de ETA, pero, paradójicamente, uno de sus últimos objetivos, según encontraron en la documentación hallada en el refugio de uno de los más recientes comandos activos desmantelados, en Óbidos (Portugal), era el minúsculo cuartel de la Guardia Civil en Zahara de los Atunes. Al conocerse la noticia, mediado el 2009, los guardias despertaron con el rostro lívido. En realidad, ETA puede aparecer en cualquier parte, del mismo modo que apareció hace 28 años en el despacho del médico argentino Alfredo Suar Muro, el doctor que cuidaba de los etarras de la cárcel de El Puerto, en el que confiaban los etarras presos, para secuestrarle y minutos después ejecutarle. Es el único muerto de ETA en territorio gaditano. Huyó del terror de la sangrienta dictadura de los milicos para toparse con el terror etarra.

Y aún así, Cádiz ha tenido sus víctimas en este medio siglo de sangre. De hecho, la primera víctima andaluza de la violencia de ETA fue gaditana. El guardia civil Mariano Román murió el 5 de junio de 1975 cuando trataba de identificar a dos tipos sospechosos que viajaban en un tren entre Bilbao y San Sebastián con gabardinas en pleno verano. Debajo de las gabardinas estaban las metralletas. Antonio Ramírez, guardia civil natural de Tarifa, fue ametrallado por los dos flancos cuando detenía su coche en un semáforo de Beasain tras haber pasado una tarde bailando con su novia, Hortensia. Hortensia también murió. Era el día de Reyes de 1979.

El 1 de febrero de 1980, José Gómez Martiñán, nacido en Algeciras 24 años atrás, cayó con cinco compañeros en una emboscada dirigida por Peio el Viejo, uno de los históricos de la banda, en el bosque de Ispaster. Tras atacar al convoy, los terroristas se aseguraron de haber finalizado su trabajo y remataron de un tiro en la cabeza a todos los guardias civiles, José entre ellos.

Es el inicio de los años más sangrientos de esta asociación criminal. Las víctimas se cuentan por centenas entre 1980 y 1984. Pasa por alto la noticia de que Antonio Ramos, guardia civil nacido en Espera, ha sobrevivido a un atentado en el que se ha muerto su compañero en Oñate en octubre de 1983. Y pasa desapercibido porque ese mismo día ETA ha matado a Alfredo Suar Muro y toda España está pendiente del secuestro del capitán de farmacia Martínez Barrios. La noche antes de morir, Suar Muro, viendo la televisión, había dicho a su mujer al escuchar las noticias sobre el capitán: "Pobrecillo... al final lo matarán". Antonio Ramos, en estado de shock, pasó esa noche en el hospital y, al ser dado de alta, eligió seguir en el País Vasco. El destino le persiguió. Tres años después, al salir de un bar de Mondragón, dos encapuchados le esperaron para dispararle a bocajarro.

El vejeriego Antonio Mateos fue asesinado el Día de Difuntos de 1987 por Kubati, el mismo que se había encargado de ejecutar a una vieja compañera, Yoyes, que había hecho el intento imposible de dejar las armas. Kubati acabaría cumpliendo condena en El Puerto. El hermano de Antonio, Francisco, intentó sacar en 2008 una iniciativa para levantar un monumento a las víctimas del terrorismo en Vejer. El mismo día que lo anunciaba, ETA hacía detonar una bomba en Navarra. Dos gaditanos que se encontraban allí contaban lo sucedido con cierta normalidad: "Al principio pensamos que era un trueno, pero vimos el humo y nos dimos cuenta de que era un atentado". Otro más.

Otros no murieron, otros sobrevivieron, pero la experiencia de su contacto con el terrorismo marcaría su existencia de por vida. El jerezano J.B., que siempre ha querido mantener su anonimato pese a pertenecer a la Asociación de Víctimas del Terrorismo, tiene marcado a fuego el 11 de diciembre de 2007, cuando trabajaba de guardia civil de Tráfico en Zaragoza. Estaba esperando a su mujer, que llegaría en el autobús de la empresa en la que trabajaba, La Bella Easo. De repente, el autobús se tambaleó. Miró hacia atrás y del cuartel en el que ellos vivían, del cuartel del que él acababa de salir, sólo quedaban cenizas y cadáveres. Murieron once personas, cinco de ellos niños.

Francisco Javier Reina, adscrito a la Armada y residente en El Puerto, superó un atentado en Pasajes en los años del plomo, en 1982, pero psicológicamente no pudo superar, diez años después, el que le dejó sin la visión de un ojo cuando se trasladaba en un microbús al cuartel general de la Armada en Madrid. Fue una carnicería. Su foto fue portada en todos los periódicos. Al llegar los periodistas, él era uno de los supervivientes que todavía estaba allí con la cara echada abajo, desorientado. Durante más de un año no podría expresarse ni hablar normalmente. Su carrera profesional había terminado a los 50 años. Sus compañeros, los que murieron aquel fatídico día, habían terminado sus vidas de manera tan abrupta y absurda. Casi sin notarlo. Una bomba, crash.

No han sido los únicos. Policías nacionales, militares, civiles que se cruzaron con el capricho criminal de ETA en sus atentados indiscriminados como el de Hipercor. O los años de miedo, como los que vivieron los concejales populares tras la muerte de Jiménez Becerril, cuando ETA los señaló a todos ellos con el dedo y los concejales andaluces sabían que un comando rondaba por Sevilla.

Todo eso ha pasado y mucho más en una provincia que no era objetivo de ETA. Figúrense qué no ha sido para los objetivos habituales de los asesinos.

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