DE POCO UN TODO

Enrique / García-Máiquez

La ascética y la estética

PARECE una paradoja que, en esta época alérgica al sacrificio y a la penitencia, el cimiento de la gran fiesta para los sentidos que es la Semana Santa, gran reclamo turístico, tirón de nuestras maltrechas economías y exaltación cívica, no sea otro que la oración y la mortificación anónima de los creyentes. Ya no existen disciplinantes como en el siglo XVI, pero es lógico: con las comodidades que traen los tiempos nos vamos volviendo más y más blandos. A los zurriagazos en las espaldas de aquellos hirsutos devotos equivale el cansancio que experimentan los penitentes de hoy. Los que van con un cirio acaban, como el cirio mismo, quemados.

Quienes no salgan en ninguna procesión pensarán que exagero. No lo pensarán los que a estas alturas de la semana estén aún por salir. En vísperas, en capilla, sí que la procesión va por dentro. La pereza del penitente es insuperable.

O casi, porque se supera. Hay una lucha encarnizada en nuestras vidas entre la vertical y la horizontal. La pereza es una fuerza grave (por su importancia y porque cuenta con la ley de la gravedad) hacia la horizontal. La fe, en cambio, es vertical. El penitente lo proclama con su capirote, que se eleva al cielo con una voluntad gótica, y con su propia postura: casi siempre, ay, parado, firme, recto. Los nazarenos son lo contrario de los que se toman la Semana Santa como un mini verano y se tumban en las playas a tomar el sol.

Pero la pereza es predominantemente previa. Una vez en faena, el penitente empieza a recibir el ciento por uno, y más: un uno que vale ciento. Suele haber un punto en la procesión o varios, pero al menos uno, en que, sobre su esfuerzo ascético, el penitente se ve recompensado con un estremecimiento estético. En una calle, de pronto, todo se une -las volutas barrocas del incienso, la música, los pétalos cayendo de los balcones, su propio cansancio, una sorpresa- en un vislumbre de gloria. Y en una lección también para facetas más cotidianas de la vida del penitente: cuántas horas de ascética sudorosa sostienen un instante de delicada estética. Lo dijo, hablando de poesía, T. S. Eliot, cuando señaló que sus ingredientes eran un 97 % de transpiración y un 3% de inspiración. Y aunque fuese un 1% de inspiración, ya sería el ciento por uno que a uno le basta.

Cuando por fin se llega al templo, otra vez derrengado, al alivio se une la felicidad del deber cumplido. ¿Cómo es posible, me pregunto, que para el año que viene lo haya olvidado todo de nuevo, y vuelva la lucha a brazo partido con la incansable pereza? Bueno, gracias a eso, esto es penitencia, que si no sería sólo una fiesta.

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