Opinión

Juan M. Marqués Perales

Comparto con Santiago

HAY una derivación de la mecánica cuántica diabólicamente difícil de asumir -ni falta que les hace-, pero que viene a sostener que no existe la realidad física mientras no haya un observador. Y lo mismo vale para el mundo subatómico que para el macroscópico. Es el enigma cuántico, un secreto de familia de los físicos que, apenas, se atreven a discutir en público. Pero, vaya, ya algo de esto sospechábamos los periodistas, aunque a un nivel distinto: no hubo matanza en Srebrenica, en la vieja Bosnia, hasta que Juan Goytisolo la visitó en agosto de 1995, y comenzó a tirar del hilo de una madeja de rumores hasta descubrir un genocidio que fue considerado real cuando la opinión pública mundial tuvo conocimiento de aquello. Las matanzas de tutsis en Ruanda no se revelaron como tal hasta que no aterrizaron en sus tierras rojas, y casi por casualidad, un par de periodistas franceses, y aún hoy seguimos sin conocer cuántas guerras desconocidas arrasan el continente africano.

Algo de esto hubo de explicarle una periodista no hace más de tres semanas a unos manifestantes que protestaban en Torre Triana, la sede de la Consejería de Hacienda en Sevilla, mientras algunos exaltados la tildaban de meretriz. Gritaban contra el decreto de reordenación del sector público andaluz, pero mientras los responsables de la Consejería negociaban con los sindicatos, algunos de aquellos exaltados la emprendían a insultos con los periodistas. Los peor parados: los cámaras de Canal Sur. Dicha periodista, embarazada de seis meses por lo demás, no se lo pudo explicar más claro: sin nosotros, sin nuestro eco, los gritos de vuestra protesta, legítimas o no, no llegarían más allá de la ribera del Guadalquivir. ¿A qué vienen, pues, tantos insultos?

El problema es que este tipo de comportamientos, atentatorios contra la profesión periodística, ha ido en aumento en los últimos meses. Gritos, insultos y gratos recuerdos a la familia componen un tipo de violencia verbal molesta, pero sin mayores consecuencias hasta que hemos tenido que anotar la agresión física que el periodista Fernando Santiago sufrió la semana pasada en la plaza del Palillero por parte de un ex trabajador de Delphi. Fernando es un polemista, maneja muy bien el género de la columna, a veces pellizca las conciencias y, otras, algunas partes más dolientes. Con él he coincidido en algunas valoraciones, y he disentido profundamente en otras: así es Diario de Cádiz, no creo que haya más de 10 medios escritos en España donde se expresen opiniones tan diferentes. A esto le llamamos pluralismo. Por eso, el primer error del agresor lo cometió cuando le gritó eso de "tú no escribes más en el Diario". Pero no nos equivoquemos: de lo que se trata no es de juzgar a Fernando Santiago. Ni siquiera a su agresor, que para eso están los tribunales de Justicia.

Con Fernando Santiago he compartido -eso sí- las críticas a lo que viene sucediendo en Delphi. Y lo que mantengo es: uno, que sus ex trabajadores viven una situación privilegiada respecto al resto de parados del país; dos, que los consejeros de Empleo e Innovación se arrugaron hace unas semanas al primer grito, y tres, que sus actuaciones son contrarias al supuesto fin que persiguen; es decir, que sean contratados por empresas inversoras que lleguen a la Bahía de Cádiz.

Comparto con Fernando Santiago que la culpa no es de los exaltados -los hay en todos los colectivos, en el fútbol, en el Carnaval y hasta en la Semana Santa-, sino de los sensatos y los cabales que no les afean estos comportamiento. No se trata de criminalizar ni a los sindicatos ni al conjunto de los ex trabajadores de Delphi. Ni a los funcionarios más beligerantes, como en el caso de Sevilla, pero sí al hombre o a la mujer de bien que no censuró al compañero cuando le gritó puta a una periodista embarazada a menos de medio metro de su oído. Por eso, no comprendo por qué los sindicatos mayoritarios en Delphi, UGT, Comisiones y CGT, no han condenado de un modo más enérgico esta cobarde agresión. He compartido con Fernando Santiago ciertos temores, pero, afortunadamente, a mí no me han partido la cara: algunas llamadas al domicilio familiar y varias menciones al pueblo donde nació mi madre como prueba efectiva de mi abyección, pero nada más. Con Santiago he echado algunas risas estos días: "La próxima te la llevas tú, picha". Vale, pero que quede claro que esto no va en el sueldo.

Esta profesión -oficio, diría, porque sólo se aprende con los años- es más débil de lo que los lectores se imaginan: presiona quien puede. El comisario de Policía que te graba a hurtadillas para obligarte a que reveles una fuente, el sindicalista corrupto que te amenaza con un dossier incriminatorio, el político que ha pasado una mala noche, el delegado del Estado que cree que todavía existe el fondo de reptiles, el constructor poderoso y maleducado que amenaza con quitar la publicidad...

Comparto con Fernando Santiago cierta edad y algunos callos; por eso mi temor no está ni con él ni conmigo, sino con las legiones de periodistas que están comenzando a trabajar en unos tiempos, realmente, difíciles para esta profesión. Muchos de ellos en situaciones, posiblemente, peores que la de los ex trabajadores de Delphi. Hace 200 años, en San Fernando se dio un primer paso hacia la libertad de imprenta, un camino que no fue ininterrumpido, sino todo lo contrario: abortado casi al año, costó y seguirá costando mucho. Hoy, en la calle Ancha, en el lugar donde simbólicamente nació la opinión pública en España, ciudadanos y periodistas se concentrarán en repulsa de la agresión. Que sea también un grito pacífico de defensa del periodismo.

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