Efecto moleskine

Ana Sofía Pérez-Bustamante

La muerte y la brújula

LA muerte y la brújula es un cuento erudito donde Borges ironiza sobre la fantasía criminal. Es curiosa la fascinación que puede ejercer el relato policiaco (el género para adultos más infantil que existe). Tal vez por eso fui a la presentación de Galería del crimen. Historias de la provincia de Cádiz a través de un puñado de asesinos, un título de un goticismo tan rocambolesco como su portada de BigMac para vampiros. Pero si compré el libro fue porque Pedro Ingelmo me pareció un profesional inteligente, más allá de su disfraz de humorista Eugenio con botas de puntera de tahúr del Mississippi. El revival de estos crímenes no se basa en el repelo escabroso, sino más bien en las preguntas que, al cabo del tiempo, siguen suscitando los hechos, y en sus no publicitadas consecuencias desde el punto de vista de víctimas y testigos. Un etarra en Puerto Dos, condenado al ostracismo por sus compañeros de banda, rompe ("enfermo de soledad") la ley del silencio que se autoimponen los terroristas para preguntarle al guardián de la prisión si tiene hijas, y ofrecerle dos pulseras de flores hechas a base de raspar huesos de aceituna contra la pared. Un barrio entero de Jerez se lanza a la calle para reivindicar el buen nombre de una vecina, víctima casual de un psicópata: no, Francisca Pérez no era prostituta, como insinuaba la nota oficial del Gobierno Civil, tal vez para tranquilizar a las mujeres decentes que nunca correrían esos riesgos nocturnos. (Qué habrá sido de la hija que Paqui bautizó envuelta en un capote cedido por Rafael de Paula, seguro que soñando, al abrigo del raso famoso, para su niña, tardes granadas de feria y sol, lejos de la sordidez de La Constancia.) Y qué será hoy, ahora, del coraje de Padre Coraje ("Ya nunca estaré bien. Cada minuto, cada segundo, no paro de pensar por qué le tocó a Juan… Y el tiempo no pasa, va lento, muy lento"). "¿Ha cambiado el crimen a lo largo de un siglo? ¿Hay crímenes propios de una época", pregunta un señor. Ingelmo se zafa de la cuestión implícita (la violencia de género como lenguaje -que no hecho- de moda, y su posible efecto-llamada), para apuntar que su libro se abre y se cierra con dos casos de esclavitud del hombre por el hombre, por codicia. Que el ser humano pueda ser el animal más abyecto, no ofrece duda. Pero detrás de estas páginas el periodista acierta a plantear el misterio de la muerte, su brújula y sus plazos, y a insinuar lo que duele y no vende: la intimidad intransferible del dolor.

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