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TRIBUNA LIBRE

Fermín Lobatón / Periodista

Alfonso Gamaza, un recuerdo en la distancia

EL Moderno. Lo conocí por ese nombre, aunque nunca supe por qué le otorgaron ese alias. También creo recordar que el apelativo no era demasiado de su gusto, pero terminó firmando sus discos con ese nombre. Ahora, muchos kilómetros por medio, me viene a la mente la última crónica que escribí sobre una actuación suya -un verano, en el patio de Diputación- que titulé "El Moderno y la joven guardia". Una alegría: el bajista liderando su propia banda. Porque no siempre había sido así. Unos cuantos años antes, en las páginas del suplemento Ritmo de Diario de Cádiz, allá por los primeros años de la década de los noventa, Alfonso había narrado las peripecias de ser eso que se entiende por un músico de sesión, la del jornalero de noches de concierto en los que la gloria era, quizás, para otros. Y eso que él era de los buenos, de los requeridos con urgencia para actuaciones de postín. "Te mandamos una cassete (no había entonces mp3) y te la escuchas en el tren", le decían, seguros como estaban de que ese bajista gaditano les iba a componer la mejor línea de bajos. Cruzaba así la distancia que separaba su casa de la estación - el gesto adusto, los auriculares del walkman en los oídos, el instrumento enfundado a su espalda- dispuesto a lucirse con el encargo. Porque El Moderno tenía algo de torero, pero de los finos, dispuesto siempre a una faena que nunca sería de aliño. Y si no, ahí queda la ristra de músicos con los que colaboró, nacionales e internacionales.

Lo de la música le venía de familia. Sé que su padre regentaba un taller de reparación de instrumentos que, al menos durante un tiempo, los dos hermanos -Gonzalo y él mismo- resucitaron. Como bajista ya lo conocí como un avanzado. Trabajador por cuenta ajena y perfecto conocedor a la vez de los avances que a las cuatro cuerdas le otorgaron los legendarios Stanley Jordan (el tapping) y, sobre todo, Jaco Pastorious, un ídolo inevitable. Fue, pues, un músico inquieto e interesado en el oficio que, cuando el curro de oficio decayó, encontró el tiempo para volcar toda la creatividad que había acumulado en tantos años de trabajo y afición. Lo hizo, como no podía ser de otra forma, con un indiscutible sello gaditano. Porque Alfonso, aunque siempre por libre, pertenecía a esa generación gaditana que ha conocido y trabajado el jazz sabiendo trasladar a ese lenguaje todos los acentos posibles de nuestra propia música y cultura. Y él, afortunadamente (gracias Humberto), lo pudo hacer con dos discos memorables que ahora suponen su mejor legado personal y musical. El primero de ellos, puro ejemplo de flamenco fusión, intenso y vital, llegó en 2002 y fue un homenaje al club donde los jazzeros gaditanos se han reunido desde siempre, El Cambalache de José del Toro. El segundo y más reciente, estuvo dedicado a Paco Alba con una personalísima lectura de la música del carnaval gaditano.

Alfonso se ha ido demasiado pronto y de repente, dejándonos suspendidos con la triste noticia en una noche de verano de esas en las que él podría estar tocando en cualquier pueblo. Su marcha, ahora que estaba en plena madurez creativa, se antoja injusta por lo prematura. Pero, sobre todo, porque se ha ido un superviviente de muchas batallas y eso es una insoportable contradicción. Perdemos también a un representante como pocos de la música gaditana de los últimos treinta años. A toda la familia del jazz gaditano, a los amigos del Cambalache, a su familia, a su hermano Gonzalo, un fuerte abrazo.

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