Gastronomía José Carlos Capel: “Lo que nos une a los españoles es la tortilla de patatas y El Corte Inglés”

Efecto Moleskine

Ana Sofía / Pérez / Bustamante

Zapato cimarrón

ME gustan las bodas. Debe ser una especie de instinto atávico: la emoción colectiva de festejar los ritos de paso, que eso es lo que significa, en términos etnográficos, casarse: dejar atrás una edad y estado para asumir otro, con otro rol social de más compromiso con la comunidad. Y no es un rito de paso cualquiera: es el de la Estación de Amor. Pero lo más emocionante es que se trata de una especie de Carnaval, eminentemente femenino: una excusa para disfrazarse de aparición ideal. La boda a la vista es un motivo de peso para adelgazar: un gran objetivo en esta vida, volver a caber en aquel vestido. Luego resulta, con los años y la deriva de los huesos en la mujer multípara, que esto ya no es posible: he tenido que renunciar a "volver a caber". Se trata de "caber", sencillamente, en un vestido razonable. Un vestido de tirantes. Gran propósito renovado: volver a tener brazos simples. Definir los brazos. Sigo las instrucciones del monitor del gimnasio y empiezo a hacer pesas con las mancuernas de mi hijo. Al tercer día abandono sin haber resucitado ni un músculo que sea exteriormente visible. Iré a la boda con mis brazos de diario, aunque sean ya unos brazos babilonicos (como los jardines). He llegado a buscarme un tocado pero a última hora me da vergüenza este "look" "ave del paraíso" lista para cacarear. Me consuelo pensando en los maravillosos zapatos de tacón que me he comprado. Instante de locura. Si me caigo, me despeño. Empieza la operación "desbravar" los zapatos. Me sobran dedos en el pie, me falta cinturón lumbar. Son zapatos enteros, cimarrones. Decido que sufriré. En fin, con un vestido que no es "aquel" vestido, con unos brazos colgantes, sobre unos tacones asesinos y sin tocado, preparo el plan B: la mochila con el chal que tapa el vestido y que tapa los brazos, el alijo de tiritas y el zapato bajo de la rendición final. Ya nada es lo que era pero cuando me maquillo, en ese momento de infinita concentración para trazar la raya del párpado, solo me veo el centro de los ojos, y en ese instante ya no existo como entidad extracorporal: soy pura memoria de la imagen de mí misma que vive dentro de mis ojos. Imagen divina de la muerte, atemporal.Lo mejor es que, como llevar lentillas, no ver nada de cerca. Y me encanta ir de boda con esta imagen mental de mi misma que quiza nadie mas que yo es capaz de ver. O de no ver. Total. Sed justo massa, auctor non, venenatis id, molestie vitae, lectus.

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