Gastronomía José Carlos Capel: “Lo que nos une a los españoles es la tortilla de patatas y El Corte Inglés”

Efecto Moleskine

ana Sofía / pérez / bustamante

Osterbrogade 52

He vuelto al cabo de casi 30 años a Copenhague. Sigue siendo la bulliciosa y pacífica capital del ocio escandinavo: abierta, acogedora, y a la vez insobornablemente suya bajo la Dannebrog, de la que dicen que es la bandera vigente más antigua del mundo. Dinamarca tiene mucho que ver con Holanda, pero Copenhague, comparada con Ámsterdam, es más coqueta, más confortable, y más cara. Hay muchas novedades pero sigue oliendo a sí misma: a mantequilla en sartén, a interior de madera, a calor alfombrado, a parque recién llovido. Toda la orilla del Inderhaven es la que sale en los documentales del canal Viajar, con el famoso restaurante Noma como símbolo de la delicada fusión de tradición y vanguardia. Las obras del metro ocupan ahora las plazas más emblemáticas e incluso han invadido el lago frente al que vivían mis abuelos. En su calle ya no queda ninguna de las tiendas donde compraban el pan, la fruta o el periódico. Se hace raro mirar desde fuera la ventana de una casa que ya no nos pertenece. Una ventana a la que de alguna manera sigue, eternamente asomada, la niña que fuimos: una niña prendida al tic tac de un viejo carillón; una niña que mira pasar las nubes sobre el lago. Todos los sábados se podían ver a medianoche, de lejos, los fuegos artificiales del parque de atracciones. Tívoli sigue igual: el mismo recinto mágico con sus luces de cuento exótico, su colección de espejos deformantes, sus fuegos de artificio puntuales el sábado a las doce. He vuelto a montar en la montaña rusa que adoraba mi abuelo, fiel a su infancia más allá de tres infartos. He vuelto a dar pan duro a los patos del lago, aunque no fuese el que mi abuela guardaba y cortaba a cuadraditos. He entrado al fin en el recinto prohibido de Christiania, que nunca conoció mi madre. He comprobado de qué manera es pequeño todo lo que creímos enorme y cómo, en medio del cambio, resulta fantasmal lo que, siendo humano, permanece idéntico a sí mismo ya sin las personas que amamos. Quizá por eso me he traído de Dinamarca un puñado de arena gris de la playa de Elsinor. La del castillo de Hamlet. Donde Hamlet nunca estuvo. Donde ser y no ser quizá no sean más que una misma cosa. Plenitud o nostalgia.

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