La tribuna

Víctor J. / Vázquez

La responsabilidad de un Parlamento

EL Parlamento de Cataluña refrendó el miércoles las conclusiones de la Comisión de Estudios del Proceso Constituyente, las cuales vienen a confirmar la conocida hoja de ruta del independentismo catalán para la desconexión con España: celebración de un proceso participativo; convocatoria de elecciones constituyentes; elaboración de una Constitución; y ratificación de esta por referéndum de la ciudadanía catalana. El Tribunal Constitucional, conociendo de antemano el tenor de las mismas, había advertido a la Mesa del Parlamento catalán de su responsabilidad a la hora de paralizar lo que consideraba una ejecución de la conocida Resolución 1/XI, de 9 de noviembre de 2015, sobre el inicio de un proceso político constituyente en Cataluña, que, como es sabido, fue declarada inconstitucional por este tribunal. Desconociendo esta advertencia, la Mesa elevó estas conclusiones para su votación en el Pleno, y su presidenta recondujo el fundamento de esta decisión a un solo principio, elParlamentés sobirá, desde el cual no sólo se niega el acatamiento de la Constitución, sino también del propio estatuto de autonomía catalán, vaciando con ello de contenido mandato de los parlamentarios catalanes que fueron elegidos para desempeñar sus funciones en este marco jurídico.

Todos los parlamentos, no sólo el catalán, aprueban normas y resoluciones inconstitucionales, pero lo ocurrido ayer tiene un calado distinto, por primera vez en la democracia española nos encontramos ante la negativa expresa a ejecutar una sentencia del Tribunal Constitucional. Desde el miércoles, la ruptura con la legalidad española, y la alusión a un poder constituyente originario del pueblo catalán ha dejado de ser una figura retórica o un reclamo emocional, para tener un primer exponente de su significado. Sin duda se trata de un exponente aún mínimo, no dramático, y muy probablemente vinculado a una estrategia política de supervivencia del actual gobierno catalán, pero que, en cualquier caso, inaugura un nuevo escenario, anómalo en cualquier estado constitucional, donde el problema ya no es la constitucionalidad de la ley, sino el propio acatamiento de la Constitución por parte del parlamento. Este tránsito que puede parecer mínimo tiene una consecuencia abismal que añade al desconcierto político del país, un nuevo horizonte de desconcierto jurídico.

El Parlamento de una comunidad autónoma no es cualquier órgano sino que es la expresión máxima del principio democrático en este nivel de Gobierno, lo que se traduce, en primer lugar, en la inmunidad de quienes ejercer en él el cargo representativo. Los responsables inmediatos de la resolución aprobada por el pleno no son sino la mayoría de los parlamentarios que votaron a favor, pero obviamente el ordenamiento jurídico no puede prever ningún tipo de sanción por el sentido del voto. Es por este motivo que el propio tribunal en su resolución apuntaba a la Mesa de la Cámara en su advertencia para cumplir con la legalidad, tras lo cual se deduce que es este órgano y, en particular, su presidencia, quienes podrían ser objeto de las nuevas medidas previstas tras la reciente reforma de la Ley del Tribunal Constitucional para garantizar la ejecución de sus sentencias, entre las que destaca, la suspensión en sus funciones de los cargos públicos, y, en su caso, la ejecución sustitutoria de sus resoluciones por parte del Gobierno central.

Es difícil negar que, con la votación de ayer, el supuesto de hecho contemplado en la nueva reforma, el incumplimiento de una resolución del Tribunal Constitucional tras su advertencia, no se haya cumplido. Ahora bien, determinar cuáles son los cauces fácticos para hacer efectiva la ejecución de esa sentencia sobre la mesa del Parlamento autonómico no es una tarea nada sencilla. En buena medida, el Tribunal Constitucional español en este escenario anormal, y de la mano de una continuada inacción política, ha ido asumiendo progresivamente unas funciones de defensa política de la Constitución que desbordan sus competencias jurisdiccionales originarias. En un momento donde su prestigio y su propia autoridad están dese hace tiempo devaluados, el Alto Tribunal tiene el reto de hacer valer la Constitución pero también de reinterpretar con inteligencia política sus funciones institucionales dentro de un escenario de descarada estrategia dialéctica. De no convertirse, en definitiva, en una pieza útil para quienes quieren poner en cuestión su eficacia.

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