Su propio afán

Enrique García-Máiquez

Relectura

LA relectura ha recibido recias y reiteradas recomendaciones de los más reconocidos escritores. A bote pronto, se pensaría que, viendo cómo se lee y lo que se entiende, no resultaría extraño que rogasen una segunda revisión, por favor, si no es mucho incordio. Pero no es el caso. Se trata de recomendaciones altruistas y, con frecuencia, hermosas. Recuerden, si no, ésta -tan lógica y graciosa- de Borges: "Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído". Nabokov se queda algo atrás, pero por muy poco: "Los libros no se deben leer, deben releerse".

Estas invitaciones suelen entenderse desde una perspectiva crítica, porque al repasar se entiende más, o, en el mejor de los casos, desde una posición hedonista, porque la relectura redobla el regodeo. Son razones correctas e indiscutibles; pero se les pueden sumar dos motivos de peso más.

El que relee está a salvo del peligro de la pedantería de leer para presumir que ha leído. Si uno tiene la obsesión de posar como un viajero impenitente, no perderá el tiempo en revisitar Roma, donde ya puede ir contando que estuvo. En cambio, si uno quiere conocerla, si uno la ama, volverá a Roma a la menor oportunidad, y todas serán pocas. Ese amor es lo que la relectura supone y significa.

Aunque no estaría escribiendo este artículo si no hubiese descubierto, con asombro y temblor, otra dimensión de la relectura. Leer, como nos recuerda Quevedo predicando con el ejemplo, es una conversación con los difuntos, un oír con los ojos a los muertos. Y en el libro ya leído también te espera, como un fantasma, el que tú fuiste, y de cuerpo presente si se tiene la sana y sucia costumbre de hacer marcas y notas en los márgenes. Eres un resucitado del muerto aquel que leyó (tan mal) y has pasado, al menos en comparación, a mejor vida. A poca proyección que se haga, es un signo de esperanza. La relectura irradia, pues, un temblor de resurrecciones: la del autor, que puede estar muerto (¿muerto?) hace (¡oh, Dante!) casi setecientos años, pero también, humilde, la del lector de diecisiete años, recuperado, charlando contigo en voz baja -para no interrumpir al maestro- desde un ladito. Como si no hubiese argumentos de sobra para leer libros excelentes, aún otro: hay que leer libros tan buenos que luego nos permitan y nos exijan una relectura, porque será lo mejor.

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