Eché los dientes entre piezas de tela, mirando a una espadaña de amores. Quizás por ello recuerdo con nostalgia aquella cultura popular tan rica, cuando aún salían con facilidad metros y metros, a pesar de que la confección industrial acababa de ganar definitivamente la batalla comercial. Tengo aún los olores y las sensaciones al tacto de aquellas telas en piezas y tubos, ordenadas por géneros y colores, aplomadas milimétricamente en viejas y altas estanterías de madera, que eran esperadas cada campaña para confeccionar el traje, o la falda, o la blusa de temporada, o de la festividad o de la celebración familiar que se tratase. Un acontecimiento que venía a refrescar el paisaje comercial de la tienda y marcaba para nosotros de manera cíclica el cambio de estación.

Siempre despertó mi curiosidad de niño aquel prodigio que transformaba un trozo de género amorfo, sin personalidad, en ropa o en vestido con nombre y apellidos,… pensados por y para quien fuese, para realzar y ensalzar sus cualidades físicas. Cómo un trozo de tela metreada inerte, con el auxilio de la quincallería, tomaba forma y vida de la mano de aquella industria manual desarrollada en tantos hogares. Y tan a menudo, en deshoras de sacrificio personal, para meter un auxilio a la economía doméstica. Y también, por las profesionales de la costura, que surgieron de la necesidad de una viudedad o de una soltería, o de tantos y tantos motivos vitales, más recientemente llamadas modistas, y ayudadas de las modernas máquinas eléctricas. Y al calor de su actividad, toda una cultura de dichos, de refranes y de expresiones populares que han llegado hasta nuestros días.

De aquella cultura con tanto recorrido en el tiempo y en el medio rural, que tuvo en el bordado su más alta y distinguida escuela. La que incluso se adoctrinaba en algunos conventos femeninos, para los que fue una fuente de ingresos; y en algunas escuelas privadas y domicilios particulares en el XIX, como elemento indispensable de la educación femenina de una determinada clase social. En Almonte, sin ir más lejos, hubo un virtuoso centro del bordado en el antiguo convento de la Encarnación del Verbo, regido por dominicas, hasta su exclaustración y desamortización decimonónica.

De esas manos artesanas más distinguidas salieron algunos de los primitivos atavíos e insignias y simpecados de las hermandades más populares, incluidas las del Rocío. Entre ellos, el primitivo Simpecado de la Hermandad del Rocío de Rociana del Condado, que alguna memoria oral local nos ha vinculado a la dirección de nuestra propia bisabuela paterna, Isabel Romero Martínez, y a la facción de sus manos y de sus hijas Isabel y Emilia, entre otras posibles ejecutoras, estrenado en la Romería de la Coronación de la Virgen, en 1919; ofrendado como testimonio de devoción a la hermandad rocianera. Porque, ¿qué mejor ofrenda de unas manos piadosas para la Virgen, que reproducir su efigie venerada en el símbolo más preciado de la hermandad?

Es la cultura que, con acierto, ha democratizado y recuperado la Hermandad Matriz de Almonte en los tres últimos lustros, elevando la cualificación de sus protagonistas en su taller de bordados, que acaba de ofrecernos su fruto colectivo más acabado y comprometido, tras siete años de trabajos, al transformar ricas telas de tisú de plata, bordadas en hilaturas selectas, en oro y seda, en un traje hecho por y para la Reina de las Marismas. Ese que está luciendo para regocijo y orgullo de su pueblo esta Romería de Pentecostés. Un memorable logro que hilvana en una única pieza, un arte en su más alta expresión y cualificación, de un valor estimable en lo material; una cultura ancestral revalorizada, que pervive a duras penas; y un pueblo que ha puesto en el, por vez primera en muchos años, con el alma, sus amorosas y emocionadas manos.

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