Jueves Santo Horarios, itinerarios y recorridos del Jueves Santo y Madrugada en la Semana Santa de Cádiz 2024

TODOS hemos visto la imagen en algún sitio: un agente de aduanas le empuja la cabeza de forma humillante a Rodrigo Rato cuando lo mete en el coche que se lo lleva detenido. No hay ningún motivo para hacerlo, por supuesto, porque el detenido no va a huir ni está esposado, pero delante hay muchos fotógrafos y cámaras, y además hay gente que está insultando a Rato desde la acera, así que no hay que defraudar al gran público que pide su ración de carnaza. Y como el agente de aduanas sabe que todo el mundo en este país -con la excepción de la minoría de privilegiados a la que pertenece Rato- necesita descargar su malhumor en una víctima propiciatoria, él se atribuye la representación popular de la indignación colectiva y empuja por el cogote a Rato como si fuera un atracador recién detenido tras un tiroteo. Si el político y ex banquero se creía intocable, ya ha quedado claro que no lo era.

A todos nos gustan mucho estos gestos que suponen una vergonzosa humillación pública para alguien que ha sido muy poderoso y que ahora ha caído en desgracia. Y si el agente hubiera tratado con cierto respeto a Rato, todos habríamos protestado: "¡Pero esto qué es! ¡Cómo es posible que traten con tantos miramientos a este chorizo!". Lo malo es que es muy probable que todo se quede ahí, en este gesto simbólico que quizá no vaya a tener ninguna trascendencia. Porque es muy posible que no se pueda probar nada contra Rato, o que sus delitos -si los ha cometido- hayan prescrito ya, o que no haya una norma legal taxativa que permita condenarlo en firme, si es que se prueban sus delitos. Y de algún modo todos nos habremos conformado con ese escarnio público que ha puesto en su sitio al poderoso que se creía intocable, sin pensar que quizá haya otros muchos como él, porque nos basta con un solo chivo expiatorio al que humillar en público de la peor forma posible.

Me gustaría equivocarme, pero me temo que nos gustan mucho más los espectáculos denigrantes, con insultos y humillaciones públicas a unos pocos poderosos caídos en desgracia, en vez de la buena praxis política que hubiera hecho imposible lo que hizo Rato, si es que lo hizo. Pero somos así, nos atraen los espectáculos y los gritos, pero apenas somos capaces de pensar en las medidas racionales que podrían haberlos evitado. Y dentro de diez años -o diez meses- seguiremos empujando por el cogote al primer caído en desgracia que se ponga a tiro, mientras otros cientos de personajes siguen haciendo de las suyas sin que nadie se acuerde de ellos.

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