DE LA HABANA hA VENIDO UN BARCO...

relato / ángeles / Hidalgo / miguel Guillén

Emparedado de pepinos (Español)

Verano gaditano vs verano inglés. ¡He aquí el dilema!. Vivencias de una adolescente en su primer viaje al extranjero.

LA joven salía por primera vez de su país: España. Obediente, había aceptado la misión encomendada por sus padres: "Hija, aprende inglés". Esperaba no emular a la Armada y salir victoriosa. El hecho de que su padre se llamara Felipe no le amedrentó: no creía en las casualidades ni en la reencarnación.

El avión partió rumbo a nuevas vivencias, indudablemente enriquecedoras para una adolescente. Ella ardía en ganas, a pesar de la frescura del clima inglés, que, imaginaba, no era tan malo como decían. ¡Ya se sabe que los españoles tendemos a exagerar! También temblaba, aunque no de frío - ¡no sería para tanto! - ante ese cúmulo de "primeras veces" que se le venía encima.

Los veranos son muy largos en esta etapa de la vida. El estudiante adolescente es un humano a punto de salir del horno, para el cual el tiempo tiene aún esa cadencia de lo indefinido, tanto para lo bueno como para lo malo. Si el curso parecía no acabar nunca, lo mismo se decía del estío, que llegaba a hastiar.

Los meses de Julio y Agosto, reventones con sus 31 días cada uno, se desplegaron en el almanaque ante su vista quinceañera llenos de horas interminables: no son 7 semanas y media, sino 1.488 ociosas horas.

Por eso, la experiencia que le esperaba a sólo media hora de aterrizaje, en esa tierra que apenas se vislumbraba entre las nubes, le atraía. Ya era hora de que su magro curriculum vital comenzara a dotarse de vivencias foráneas.

El verano pasó, finalmente. Las clases se reanudaron y las amistades se retomaron, desaparecieron o se renovaron. A un año le sucedió otro. El devenir de su vida la situó en diversos escenarios y profesiones, con distintos compañeros y compañías.

En este otro verano, muy lejos de aquél en el que volara por primera vez, la visión del Azura en el muelle, un crucero inglés procedente de Southampton, le traslado en el tiempo a esa vivencia estival lejos de las doradas playas gaditanas. Su familia adoptiva inglesa había insistido en pasar un día de playa en otro sur, el de Inglaterra. Le pareció buena idea. Cualquier cosa que rompiera la quietud de ese barrio de suburbio inglés, tan mono con sus casas todas igualitas, tan distinto del suyo, con tanto bloque bullanguero.

El día, ¡cómo no!, se presentaba gris, pero confiaba que en la playa fuera distinto. Una playa no es playa si no hay sol. Esto era evidente. El pequeñajo de la casa se encontraba ya en posesión del cubo y pala preceptivos y, a duras penas, inflaba el flotador.

La madre se afanaba en la cocina. Varias fiambreras se apilaban en la encimera. El padre ponía el coche a punto y, después de escudriñar el cielo, se decidió a guardar la sombrilla en el maletero. Este gesto refutaba la máxima del verano.

Tras casi dos horas de camino, llegaron. El cielo seguía gris.

Era impresionante lo fácil que fue aparcar el coche. Tal vez fuera porque prácticamente no había nadie. Algunas familias dispersas parecían oasis en un peculiar desierto nublado. Las sombrillas estaban hincadas pero sin abrir, por lo que se echaba en falta el colorido característico de los círculos naranjas, amarillos, rojos que decoraban las playas del verdadero sur.

Allí, en ese sur del norte, imperaba el gris: en el mar, en el cielo, en la arena, en la expresión de las caras. El cubo y la pala se habían mimetizado y el verde intenso con el que salieron del suburbio se diría ahora grisáceo.

El padre clavó la sombrilla a modo de ofrenda a los dioses. O eso le pareció a ella ese inútil gesto. En todo caso, permaneció cerrada ya que, si existían los dioses, estos hicieron caso omiso.

La familia se despojó de sus ropas y, bajo éstas, aparecieron unas carnes blancas nunca antes vistas por ella. Ella se despojó de los pantalones pero prefirió no desprenderse de la camiseta. De hecho, le hubiera venido bien traerse unas mangas largas. Ellos sonrieron comprensivos creyendo que era timidez mientras contemplaban incrédulos el color dorado de sus piernas.

La madre decidió que ya era hora de comer algo. Lo agradeció, pues las tripas comenzaron a rebelarse, lo cual estaba siendo más habitual de lo deseable desde que dejara atrás los exquisitos platos de su casa.

Una fiambrera hizo su aparición. Ya se relamía imaginando la deliciosa tortilla de patatas, o ¿tal vez sería bistec empanado?. Lo que fuera sería bienvenido. Se moría de hambre y es que la playa abre el apetito incluso si el cielo permanecía cubierto, como en ésta.

Apartó la tapadera. En el interior, colocados cuidadosamente unos sobre otros, como en un juego de construcción infantil, unos emparedados, perfectamente triangulares, sin corteza, esperaban a ser devorados.

La madre le ofreció a ella primero. Eran extremadamente educados. Ella se sirvió preguntándose qué habría en su interior. No dudaba de que esto sería sólo el aperitivo. El padre se había comido ya un par de ellos y felicitaba a la mujer. "They're lovely, darling" La mujer sonrió satisfecha por el trabajo bien hecho.

Mordió un trozo, lo paladeó intentando extraer el máximo sabor sin conseguirlo y, finalmente, lo tragó. No entendía las fiestas del marido aunque se esforzó en sonreír, asintiendo. "Lovely". Acertó a decir.

Aprovechó que ayudaban al pequeñajo a comer el suyo para indagar qué había dentro del emparedado. Separó los triángulos, equiláteros en su perfección geométrica. Le pareció que dos ojos la miraban. En realidad, eran dos rodajas de pepinos con una especie de salsa indefinible. Se trataba, seguramente, de una broma. ¡A quién se le ocurría poner un pepino en un bocadillo!

La madre había introducido la mano de nuevo en la bolsa de playa y buscaba algo debajo de la toalla. Ahora sí que venía la comida de verdad, se dijo. Ya se imaginaba esa fiambrera con tortilla o con bistec empanado saliendo de debajo de la toalla que la cubría. Parecía que no encontraba la fiambrera. La verdad es que la bolsa era enorme y estaba llena de cosas. Pero seguro que no la había olvidado en casa. Tenía que estar ahí, con esa deliciosa tortilla que iba a conseguir llenar su quejoso estómago al que un emparedado de pepino, ¡de pepino! no había conseguido aplacar.

Ya salía. La toalla quedó desplazada en la superficie de la bolsa para dejar finalmente paso a …..

"Here it is. I knew I had it. This Ken Follet book is great!

El best-seller debía tener unas mil páginas.

Recogieron los bártulos para volver a su casita del suburbio.

Ella se acomodó junto al pequeñajo deseando haberle hincado el diente a alguno más de esos "deliciosos" emparedados de pepino (español). La música de la radio ahogó los retortijones de su hambriento estómago.

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