LA mayor parte de los análisis tienden a vincular la Ley Mordaza con un déficit en democracia. Y estoy de acuerdo. Sancionar con hasta 30.000 euros a quien intente parar un desahucio en virtud de las exigencias de seguridad (la tiras de Miki & Duarte publicadas ayer y hoy en este periódico al respecto resultaba ampliamente ilustrativa) constituye un atropello que terminará saliendo caro, no sólo al Gobierno, que habrá de pagar ésta y otras deudas, sino a la misma sociedad española. Después de la doctrina del shock, el miedo sigue siendo una cuestión prioritaria para el poder político y financiero; y si se va pregonando el fin de la crisis y el renacimiento ético y económico, conviene dar otra de arena a base de imposiciones autoritarias según el más elemental código de acuartelamiento con tal de que el personal no vuele demasiado alto. Considero, sin embargo, que la Ley Mordaza no constituye un punto y aparte, ni la irrupción de un estado de excepción, sino más bien el nuevo episodio de una historia que lleva contándose vaya usted a saber desde cuándo. Mordazas hemos tenido muchas en lo que va de siglo; que ya no pueda uno manifestarse libremente sólo viene a añadir más leña al fuego. El ciudadano, eliminado cualquier atisbo de humanidad, se hace aún más insignificante ante las garantías del feudo.

Hubo mordazas a raudales cuando la colonia neosocialista no puso ningún reparo, hace poco más de una década, a la evidencia de que cualquiera podía no ya ganarse la vida, sino enriquecerse, sin necesidad de dejar de ser un zote útil sólo para llevar ladrillos en una carretilla. La lectura definitiva del pelotazo cundió con esplendor europeísta, pero, cuando el chiringuito se vino abajo, la versión más cateta y rancia del postfranquismo que tomó el relevo, haciéndose pasar por liberal, encontró, a costa de las legiones del desempleo, el campo más que abonado para alumbrar el país de sus sueños: una caterva de desesperados dispuestos a convertirse en mansos asalariados a cuatro perras. Mientras tanto, los tecnócratas enviados a los departamentos educativos recibían del fraude PISA la excusa perfecta para eliminar cualquier atisbo de saber en los programas y convertir así a las próximas generaciones en empleados competitivos y conformes. La mejor mordaza, claro, es una cabeza vacía y acrítica.

Y aquí estamos, con áreas como Andalucía donde el nivel del paro es similar al de Eritrea, con cuentos de hadas sobre regeneración y bienestar y con la vulgaridad metida a saco en medios y redes sociales. Por supuesto: calladitos estamos más guapos.

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