Fernando Mósig

De Génova a La Isla de León

LA primera imagen del Santo Entierro venerada en esta localidad fue una mandada traer de Génova, su patria, por el padre Santiago y costeada de su peculio. Esta primigenia efigie de Cristo yacente fue la que despertó la veneración por el Santo Entierro en la Real Isla de León.

La imagen procedía del convento de Nuestra Señora de la Concepción de los PP. Capuchinos de la ciudad de Génova, donde fue esculpida. No sabemos si ya pertenecía anteriormente a ese convento o si fue expresamente tallada allí por encargo de Parodi. Tampoco sabemos si el autor fue un fraile capuchino imaginero, o un artista que trabajaba en el convento genovés o que estaba vinculado a él de algún modo. ¿Su nombre? Lo ignoramos. Sin duda, un artista genovés que hacia 1790 trabajaba en el convento de los capuchinos o tenía estrecha relación con esa casa religiosa de la capital de la Serenísima República ligur.

La hechura de la talla importó 320 reales de vellón. La sagrada efigie fue enviada en el interior de una caja a bordo de una polacra genovesa, pagándose por la caja 160 reales de vellón y 149 más en concepto de porte del fletamento. La embarcación arribó al puerto de Cádiz a finales del año 1790, debiendo abonarse 132 reales por los derechos de aduana y otros gastos. En total, los gastos de la escultura y su transporte ascendieron a la suma de 751 reales de la citada moneda, cantidad que Parodi debió satisfacer de su peculio.

El simulacro venido de Génova fue situado provisionalmente en una de las salas de la casa que servía de domicilio a don Santiago, entretanto no se concluía la ermita de la Salud. El presbítero, además de su imagen genovesa, mandó tallar varias efigies del Señor del Santo Entierro de pequeño formato ("de a media vara") a un escultor anónimo de Cádiz para situarlas en distintos puntos de la villa con la inteligente finalidad de excitar la devoción de los fieles por este pasaje de la Pasión, extender su culto y conseguir donativos para la obra de su ansiada ermita. Fueron ubicadas a lo largo de 1793 en diversos nichos labrados en casas de la plaza del Carmen, calle Rosario y calle San Rafael, protegiéndoseles con vidrios y complementándolos con cepillos para depósito de limosnas.

Resuelto a extender esta devoción sepulcrista entre los isleños, no sólo por mera piedad religiosa sino como atractivo y promoción de su inacabada ermita de la Salud, el sagaz Parodi propuso a la veterana Hermandad de la Soledad sita en la Iglesia Mayor Parroquial que la imagen yacente formara parte de la procesión del Viernes Santo que esta cofradía sacaba anualmente desde décadas atrás. Una magna procesión del Santo Entierro y la Soledad, tal como se hacía en Cádiz y otras localidades próximas.

A la hermandad le pareció indudablemente una idea seductora. La autoridad eclesiástica concedió los permisos oportunos, viendo una excelente ocasión de catequizar plásticamente al pueblo isleño con ese emotivo pasaje de la Pasión. Las autoridades locales acudieron invitadas oficialmente para dar lustre con su presencia a tal evento sacro. La primera procesión conjunta de la Soledad y el Santo Entierro tuvo lugar, en efecto, el Viernes Santo de 1792 con enorme aceptación popular. Y aún se repetiría en 1793.

Pero del éxito devoto, crematístico y popular de esta primera procesión unida de 1792 deriva precisamente todo el conflicto posterior. La Hermandad de la Soledad y Santiago Parodi quisieron beneficiarse por separado tanto del lucimiento religioso e institucional de esta escenificación procesional del Santo Entierro como de las limosnas que afluyeron de los encandilados y fervorosos bolsillos isleños.

La primera comprendió que, consiguiendo una imagen propia del Santo Entierro, no tendría que compartir nada con el ávido clérigo italiano. El segundo se percató de que, si fundaba una cofradía independiente para su imagen, no tendría que depender de la antigua hermandad mariana para organizar exitosas procesiones cada Viernes Santo.

Los hermanos de la Soledad, más formales, siguieron para ello en todo momento el conducto eclesiástico jerárquico. Parodi, más astuto o mejor asesorado, siguió un doble juego: mientras acudía con peticiones también, por un lado, a las autoridades eclesiásticas, se dirigía al mismo tiempo, por otro, a las autoridades civiles, y no sólo a las locales sino a las más altas instancias de la nación. Y en una época en la que la política religiosa del Estado ilustrado borbónico se encaminaba al control y dominio sobre la Iglesia Católica, tuvo todas las de ganar y logró cuanto quiso.

continuará

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