Desde mi cierro

pedro / g. Tuero

recuerdos, no ilusiones

Cuando se van cumpliendo años y atrás se dejan aquellas ilusiones, ya imposibles de recuperar, sólo quedan sus recuerdos. Ilusiones fueron, hoy no son. Desilusiones, más bien, diría. Y todo, porque la Semana Santa para aquellos que fuimos partícipes y nos afanamos en ella, y que tanto la sentimos, llegó a ser algo muy importante en aquella niñez y juventud.

Imágenes que se nos van quedando colgadas del alma como aquella túnica recién planchada y reluciente pendiendo del marco superior de aquella puerta familiar. Esa madre cuidadosa que, con especial mimo, la trataba y procedía para un efecto final espléndido. El blanco de Afligidos o el negro de Caridad y Medinaceli. O de olores, tan distintos y únicos en esta venerada semana, como esos roscos de la Victoria o de Ruiz, tan nuestros; de azahar por calle Ancha como reclamo de la primavera y de la inminente Pasión o, ese olor a incienso tan propio, que distingue la iglesia de donde proceden aquellos Titulares que presenciamos. Esos Domingos de Ramos en la hoy ajada capilla del Cristo, ya Afligidos casi preparado y a la espera. Sus antiguos hermanos a pie de obra dando esos últimos toques o los jóvenes (Lagarde, Piña, Leal, Beduarz, mi recordado Antonio Román…) intentando aprender, para luego, ya acabada la labor, irnos hacia la calle Real y ver salir las Columnas.

Una Semana Santa de La Isla diferente, pero sin desafinar ni señalarse. Magnífica e inmensa, orgullosa de ser y gozosa de sí misma. Que asomado a mi cierro veía, con esa ilusión de entonces, al primer penitente del año, caminando presuroso hacia La Salle para agarrar cuanto antes esa palma bendecida. Nostalgias, más bien, de un pasado que ya fue. Recuerdos perdurables, pero desnudos de ilusión. Aquellas Semanas que, con un cirio en la mano, intentabas divisar, entre la gente agolpada que presenciaba el cortejo, a ella. Tu novia, entonces, y la madre de tus hijos, después. Ese amor que, cobijado y retenido durante el invierno, se exalta y te envuelve en primavera. O, aquella antigua carrera oficial en la calle Rosario, allí, frente a la "droguería que se quemó" decíamos, tan cerquita de Vicente, ultramarino de lujo, sentados, mis padres y yo, justo ante la vetusta casa de los Cantalejo.

Y después, vinieron los hijos. Una nueva etapa en nuestras vidas. Ellos, expectantes ahora, para ver aparecer a su padre tras el rojo capirote que les causaba cierta extrañeza. O, nos íbamos los Miércoles Santos camino de la Bazán, para ver ese Cristo nuevo tan bonito con la túnica blanca que lo distinguía de aquellos otros nazarenos. Como, cuando nos acercábamos, hasta la Casería para ver salir al Perdón. Semanas Santas más cercanas, pero ya idas, y no volverán.

Sin embargo, hoy estoy inmensamente contento. Ayer en la Borriquita, mi bonita nieta iba ataviada de hebrea. Tan mayor ya y tan guapa. Realidad que comienza a ser una recuperada ilusión. Por mucho tiempo, quisiera.

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