Flor de sal

juan / martín / bermúdez

Un arriate con flores

HAY en la bahía un rinconcito que, al socaire de entrevientos, custodia la esencia gaditana.

Un arriate con flores en pleno Campo de Guía, el más singular casco bodeguero de España, bañado por el Guadalete y a sólo unas brazas del puerto marinero que en el Siglo de Oro se bebía a sorbos la cultura de ida y vuelta del comercio ultramarino.

Traspasar esa sobria e inexpugnable muralla se me antoja ya toda una experiencia; el rojo sangre de sus altas paredes se abre a un patio preñado de hiedras, jazmines, higueras y geranios. Entrar en El Arriate es como acceder a una Catedral del Vino dejando atrás el bullicioso ambiente porteño de mulos y carruajes, capataces mandando y arrumbadores trasegando botas de fino y pertrechando su estiba rumbo a los mercados ingleses. Cruzar esa puerta es dejar atrás lo convencional para entrar en la esencia de El Puerto a través del patio de un acaudalado indiano.

La solera de albero y el caminito que conduce al interior te envuelven en una atmósfera única, andaluza y sosegada, que embelesa y pasaporta al comensal aspirante a un viaje en el tiempo. Puedes contemplar absorto el alegre vuelo de un carbonero que, preparándose para la primavera, va y viene de la fuente al limonero con hojitas, musgo y plumas que confortarán su nidal. Pero despertarás del lance bucólico con una sonrisa arrolladora: Eva te sacará del paraíso terrenal y recalarás en el fuego fatuo del más adictivo pecado sensorial: el anafe de David.

El interior está envuelto de matices y evoca un tiempo nuevo que, sin embargo, resulta familiar. Arte, gastronomía, cultura y naturaleza se funden con cariño a fuego lento en los fogones de un alquimista que practica el arte de convertir materias primas en endorfinas para la mente.

Una íntima comunión entre ser humano y naturaleza se consagra en el interior de este templo: el sudor del cabrero de Bolonia se hace sal en los esteros de Puerto Real mientras en las playas de Zahara reburdean ociosas las vacas retintas oyendo lejanas voces que, mar adentro, celebran el copo lleno tras una buena levantá.

La cocina arriatera se reinventa cada día seducida por el vaivén de las mareas, la energía de la sierra, la luz de la marisma y la fertilidad de esta tierra. El alquimista habla con la naturaleza y respeta sus tiempos; se divierte innovando y mantiene la honestidad en cada plato, sin ambages.

David y Eva, haciendo gala de su mutuo y puro amor a la naturaleza, a las manos que la trabajan, a la materia prima y al comensal, elevan a los altares una galera sanluqueña, una tagarnina vejeriega, una retinta jandeña o un camarón de La Isla.

Cocina autóctona de gaditanas maneras, ambientalmente responsable y respetuosa con el productor: del campo a la despensa, de la mar a la mesa y del plato a la cabeza… ¡no la olvidará!

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