EL corte de mangas de Grecia a la Europa rica no tiene precedentes a no ser que nos adentremos en el territorio del balón y viajemos al año 2004, cuando dos países del sur, dos pigs, se disputaron la final de la Eurocopa y, para sorpresa mayúscula del planeta fútbol, ganó el más pig de los dos, Grecia. Todavía algunos se restriegan los ojos al recordarlo. ¿Cómo pudo ser? "Un milagro", explicaba el portero de aquella selección, Nikopolidis, alias George Clooney, que hizo un campeonato soberbio después de haber sido durante casi una década el arquero suplente del Panathinaikos. Y milagro fue porque una selección que nunca había sido nadie, que contaba en su historia como hecho más destacado haber entregado una eliminatoria a la Italia de Mussolini a cambio de que les pagaran un campo de fútbol en Atenas, se llevó el premio con el fútbol más rácano y pedrestre del campeonato, pero ejecutado con precisión por un grupo de jugadores rabiosos, menospreciados al inicio de cada partido por sus rivales, como le pasó a España, que vio cómo un gol de Morientes era empatado por Charisteas, por entonces goleador del Werder Bremen, cuando ese equipo era algo. Charisteas deambuló por equipos alemanes, pero nunca llegó a ser la estrella que algunos suponían. En aquella selección había magníficos jugadores, pero no con el relumbrón de las grandes estrellas. Era el caso de Sertaridis, un lateral al que no le gustaba el fútbol, pero sí la noche, que acabó en el Atleti; Dellas, el coloso de Rhodas, que en aquel campeonato marcó ante los checos su único gol como internacional; Zagorakis, que sólo ganó una vez un título en su carrera profesional, con el AEK; o Basinas, un centrocampista que alcanzó su gloria en el Mallorca y fracasó en todos los demás equipos. Y este milagro tuvo otra causa: la mano de hierro de un entrenador cabezota alemán llamado Otto Rehhagel. Nunca un alemán fue tan querido en Grecia.