Jueves Santo Horarios, itinerarios y recorridos del Jueves Santo y Madrugada en la Semana Santa de Cádiz 2024

La tribuna

jaime Martínez Montero

El soberbio ignorante

FUE Cantor, el matemático creador, entre otras cosas, de la teoría de conjuntos, el que acuñó la Ley de la conservación de la ignorancia: "Es casi imposible cambiar un estado de cosas arraigado. Y es tanto más difícil cuanto menos sabe la persona o personas de la cuestión." O dicho de otro modo, que cuanto más ignorante se es, más resistencia se ofrece a salir de esa ignorancia. De las leyes que describen y tipifican la conducta humana esta me parece una de las más acertadas.

El asunto se reviste de más gravedad cuando el ignorante es poseedor además de una buena dosis de soberbia. En ese caso, es la propia soberbia la que le impide experimentar mínimamente lo ignorante que es y, por tanto, darse cuenta de su situación y de poner algún remedio a la misma. El soberbio ignorante se hunde él solo cada vez más en un círculo vicioso como consecuencia de su menesterosidad intelectual. Al no poseer herramientas mentales de cierto fuste, tampoco es capaz de percibir las que sí poseen los demás, y de las que se podría servir para salir de su lamentable estado. Se encastilla en sus propias conclusiones y tan pronto ve que algún camino del razonamiento le puede llegar a apartarse de las mismas -o, ¡qué digo yo!, siquiera fuera a sembrar algún atisbo de duda-, sencillamente lo ignora, lo deja de atender. El soberbio ignorante no es capaz de entender que las posturas que él defiende no estén asumidas por todos y no sean vistas por el resto de sus congéneres con la misma claridad que él. ¡Son tan evidentes! Desde luego, los que no las asumen y comparten lo hacen, según su punto de vista, por razones extrañas y teñidas de maldad: son de otro bando, buscan conscientemente hacer daño, etcétera.

El soberbio ignorante ha encontrado en internet un cauce para expresarse, para alcanzar sus minutos de gloria. Con tozudez digna de mejor causa escribe sus comentarios sin desmayo, repite una y otra vez lo que para él es tan evidente que no se explica cómo los demás no lo ven igual. Acompaña la expresión de su postura, envuelta en un halo de atribución de malas intenciones, de algún que otro exabrupto, de algún insulto tabernario. El soberbio ignorante no es bobo del todo. Cuando obra así se esconde tras el anonimato, no da la cara. Le envalentona el saber que no va a tener que pagar ninguna consecuencia, que su hemorragia de lugares comunes (en el mejor de los casos) o de estupideces va a tener efectos indoloros. Antes estaba el fútbol. Allí iba mucha gente a desahogarse: se metían impunemente con el árbitro, el entrenador, el equipo contrario, algún futbolista de su equipo que no era de su agrado. Pienso que ha bajado la asistencia de público a los estadios porque gracias a internet puede uno descargar su bilis de una forma todavía más anónima y, por supuesto, infinitamente más cómoda.

El soberbio ignorante vuelca sus críticas, envueltas en asco, en ámbitos culturales o sociales de consistencia científica algo gaseosa: la política, la educación, el deporte, el arte, las costumbres sociales, las manifestaciones culturales. Afortunadamente, su idea de que aquello que no comprende es una paparrucha o un cuento no lo aplica al mundo de la técnica o de la ingeniería. Él no sabe cómo es posible que, gracias a unos cálculos, un ingeniero o un arquitecto sepa con exactitud qué resistencia debe tener un puente para que soporte el peso de un convoy y la vibración que produce, pero no piensa que porque él no lo sepa eso sea una cosa imposible. Lo mismo le ocurre con la medicina. Pero, por ejemplo, con el arte es otra cosa. No es que el soberbio ignorante no comprenda un cuadro moderno y, antes de emitir su juicio, intente documentarse y aprender. No, es que no hay lugar para la duda: no lo entiende porque la pintura es una mamarrachada y su autor un pintamonas.

Rebaja su soberbia unos grados cuando se tocan asuntos de dinero o de hacerse con posesiones. Aquí no se cree tan sabio, sí permite preguntar antes de invertir, aconsejarse antes de gastar. Él es soberbio e ignorante, pero no tonto. Lo mismo le ocurre con otros aspectos de los cuales pueda extraer provecho. Ahí se limita, domeña sus sagrados pensamientos y su indomable criterio y se rebaja hasta ser servil. Cuando esto ocurre es terrible, porque luego va a tener la necesidad de compensar su doblez arremetiendo con más fuerza e inquina contra algo que se haya dicho o contra alguna idea o proyecto que, como él no entiende, le parece mala y digna de ser derribada.

Decía Alcott que la enfermedad del ignorante es ignorar su propia ignorancia. El que además es soberbio une a ese mal un efecto contagioso al que se vuelca con toda su devoción: el de tratar de envilecer todo lo que no comprende.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios