Pequeñas posesiones

ángel Mendoza

Dinero líquido

EN la cesión a una empresa privada de la mitad de todos los vasos de agua que se van a beber los portuenses de aquí al próximo cuarto de siglo (aunque hablen quienes han perpetrado la gracia de "socio tecnológico", como si fuésemos idiotas) se rozan lo mejor y lo peor en lo tocante a la gestión de los asuntos públicos. Dos extremos de excelencia y torpeza catastrófica que se han mirado a los ojos en este último mes durante el que una ciudad, que ya vivía con el agua al cuello, se ha hundido un poco más en el fango de la incompetencia de sus jerarcas y en la desidia de buena parte de sus habitantes.

Lo mejor tiene que ver, o tuvo que ver, con el nacimiento hace más de treinta años de una empresa municipal de aguas edificada gracias al tesón de esos políticos de entonces que se metían en camisas de once varas, y casi sin cobrar, con la pura intención de hacer algo bueno por sus vecinos. Detrás de Apemsa no hubo grandes tecnócratas ni sesudos ingenieros, sino gente del pueblo (un maestro de escuela, un quiosquero…) que trataron de salvaguardar de los dedos de la usura privada el oro líquido más preciado y, por ello, más susceptible de turbias especulaciones futuras. Lo peor tiene que ver con una deriva llamativamente caótica que a lo largo de estos treinta y cinco años de ayuntamientos democráticos ha situado al paraíso de Rafael Alberti en un infierno cuya casa consistorial está entre las cincuenta más endeudadas de España. Y esto cuando apenas queda suelo público, aunque los dividendos de ese expolio nadie sabe donde están.

Como la mayoría de esas ciudades cuyos ayuntamientos están abocados a la ruina perpetua, también el del Puerto ha elevado hasta límites insostenibles el capítulo de personal -funcionarios, laborales y vaya usted a saber…- en cuyo sostenimiento se va uno de cada tres euros con el que son asfixiados los portuenses por su administración local cuyos servicios municipales no son, para colmo, un ejemplo de eficacia y diligencia. Como si el dinero fuese de nadie, aquí se ha engordado una empresa que ahora es insostenible. Mantenerla va a costar sangre, agua y ya veremos lo que aún queda por ver.

La buena política es la que consigue lo mejor para la mayoría; la política nefasta es la que malbarata lo que es de todos para continuar asegurando -como en los regímenes más reaccionarios- los privilegios de unos pocos.

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