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Rafael Padilla

El trabajo es salud

Oal menos eso deben pensar los ministros de Empleo de la Unión Europea que la semana pasada aprobaron, por mayoría cualificada, la nueva directiva de tiempo de trabajo, una norma que permite ampliar la jornada laboral máxima a 65 horas semanales. La decisión ve la luz tras cuatro años de negociaciones y con el rechazo de sólo cinco países (España, Bélgica, Chipre, Grecia y Hungría), insuficiente para estructurar una minoría de bloqueo. El cambio de criterio de Francia e Italia ha propiciado finalmente la adopción de tan benéfica medida.

En la práctica, la nueva ordenación comunitaria supone la consagración del llamado optig out británico, un sistema que, vigente excepcionalmente en el Reino Unido desde 1993, permite a cada trabajador pactar "libremente" con su empresario el tiempo de trabajo.

Los Veintisiete deberán llegar ahora a un acuerdo, en segunda lectura, con el Parlamento Europeo, que tiene poder de decisión en esta materia y que, hasta hoy, viene reclamando la supresión en un plazo de tres años -así lo hizo en primera lectura- de todas las excepciones a la jornada laboral de 48 horas.

Es cierto que el texto incluye una serie de salvaguardias para garantizar que los trabajadores acepten el opt-out voluntariamente y no forzados por el temor al despido. Así, el empresario deberá obtener el consentimiento por escrito, y la validez de éste no podrá superar el plazo de un año, eso sí renovable. No podrá firmarse, además, en el momento del inicio del contrato, ni durante las primeras cuatro semanas de la vinculación laboral. Pero, junto a ello, no lo es menos que se podrán superar las 60 horas semanales (calculadas como media durante un periodo de tres meses) y las 65, en el caso de guardias médicas, si hay acuerdo entre los interlocutores sociales o si así lo establece el convenio colectivo. Ni tampoco que los contratos de menos de diez semanas no tendrán ninguna limitación de horas de trabajo.

Y uno, aun comprendiendo la necesidad de adaptar las relaciones de trabajo a las difíciles circunstancias presentes, no puede sino estar de acuerdo con las declaraciones del ministro Corbacho: "Europa -nos dice- no puede ser solamente el espacio de la flexibilidad, tiene que ser también el espacio de los derechos". Tal regulación, que destroza la conquista de la negociación colectiva, nos devuelve a la inseguridad del siglo XIX, incompatible, por supuesto, con la defensa de la salud y de la calidad de vida de los trabajadores que, paradójicamente, ella misma dice pretender.

Una muestra más, entiendo, de la incapacidad de la Europa unida para dejar de ser poco más que un mercado, un escenario del juego económico, insensible, por cierto, a los intereses y derechos, pensábamos que irrenunciables, de sus presuntos ciudadanos.

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