La cuarta edición del clásico Madrid-Barça o viceversa en pleno mes de agosto ha servido para devaluar el que puede ser actualmente el partido de más importante del Planeta fútbol, con los dos mejores equipos del mundo. Una pena. La tangana final tras la entrada de Marcelo a Fábregas dejó al descubierto el mal perder de un Real Madrid, que, con Mourinho como dueño y señor por deseo expreso de Florentino Pérez -sacrificó a Jorge Valdano para dejarle el camino expedito al portugués-, ha cogido una senda que va a contramano de todo lo que ha significado el club blanco en el fútbol mundial en sus más de 100 años de historia.

Del juego limpio -la FIFA lo destacó cuando declaró al madridista el mejor club del siglo XX- apenas si queda el recuerdo de un equipo que vendía cara la derrota pero que, cuando caía, sabía hacerlo con honor, sin montar espectáculos bochornosos, como el que ofreció el otro día en el Camp Nou. Atesoraba un señorío casi decimonónico que ahora brilla por su ausencia. Así las cosas, partido a partido el técnico portugués está consiguiendo que mis simpatías hacia el Real Madrid, muy férreas al fraguarse en mi niñez, sean cada vez más anémicas. Estoy casi totalmente de acuerdo con el escritor madrileño Javier Marías, que proclamó hace unos meses su desafección absoluta hacia Mou y su fútbol y su intención de cambiar de colores.

Yo, por mi doble militancia, lo tengo más fácil: esta temporada me pasearé de amarillo exclusivamente aunque sea por Segunda B y meteré el blanco en el fondo del armario. Dicho esto del Real Madrid, también me disgustó de sobremanera esa afición de algunos jugadores del Barcelona al colapso al primer contacto o roce con el contrario. El brasileño Dani Alves es todo un artista en la materia con un repertorio lleno de piruetas.

Un equipo tan grande, posiblemente equiparable al Real Madrid de don Alfredo Di Stéfano, no necesita de esas malas artes para ganar, calentando los partidos y buscando debilitar a sus contrincantes con decisiones arbitrales erróneas.

Su fútbol no requiere de ese mal teatro para imponer una superioridad abrumadora en esa danza perfecta de toque y definición que interpretan sus jugadores de memoria.

Pep Guardiola, autor de un fútbol de marca, repleto de quilates y títulos, también es responsable de esta burda engañifa. Pero la desmesura de algunos jugadores del Madrid, con Pepe a la cabeza, y la incontinencia verbal de Mou convierten el cinismo de Pep y las debilidades del Barça en simples pecados veniales. Además, juegan mejor al fútbol.

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