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Cultura

Rilke hacia la sombra

Elegías de Duino de Rainer María Rilke. Trad. Juan Rulfo. Sexto Piso. Madrid, 2015. 152 páginas. 16 euros

Callada, imperceptiblemente, ha ocurrido algo a finales del siglo XVIII: la belleza clara, simétrica, apacible, del ideal neoclásico, ha mutado en una belleza de distinto orden. Ya no se busca la diafanidad, la línea pura, sino la huella, todavía incierta y cautelosa, de lo terrible. El XIX todo está lleno de esta impureza que es, a un tiempo, sublime y terrorífica. A primeros del XX, esa irónica gestualidad del mundo es lo que aún hallamos en Rilke, en Nietzsche, en Lou-Andreas Salomé, en Hugo von Hofmannsthal. Rilke lo ha escrito expresamente en su primera elegía: "Porque la belleza no es sino el nacimiento de lo terrible". Vale decir, la intuición, el atisbo de una belleza que, vista en su integridad, como el viejo Dios del Génesis, fulminaría a quien la contemplase.

Esto supone que la belleza se oculta a quien la busca y la desea. A pesar de ello -o precisamente por eso- Rilke la buscará, tras su estancia en el castillo de Duino, al amparo de la princesa Thurn und Taxis, en la áspera geografía española. Una vez aquí, Sevilla le decepcionará, tanto su catedral como su desmesura. Pero cuando llegue a Toledo, toda la espiritualidad, la ascésis, la elevación que se sustancia en las Elegías de Duino, el poeta la reconocerá en los lienzos de El Greco. Se trata, en suma, de una purificación, de un profundo inmergirse en el limo originario de la existencia. Sin embargo, el mundo y su apariencia son engañosos. Por las mismas fechas, Hofmannsthal lo ha consignado, con un leve estupor, en la Carta de lord Chandos. Será, pues, la elevación del hombre hacia un yo más alto, más puro, más vibrátil -hacia ese yo completo de la infancia- lo que Rilke postule, casi a ciegas, en estos poemas nacidos junto al Adriático.

Estamos ante uno de los poemarios más ambiciosos, de inexcusable peso intelectual, del siglo pasado. La versión ahora publicada, musical y pulcra, es aquélla que Juan Rulfo elaboró, partiendo de las traducciones de Torrente Ballester y Mechthild von Hesse, así como la de Juan José Domenchina. El resultado es un arduo y feliz trabajo que guarda obvias similitudes con la obra del propio Rulfo. "Todo ángel es terrible", escribe Rilke en el año 12. Dos años más tarde, la naturaleza angélica del hombre se encaminaba a su particular Armagedón, centelleante sobre la campiña francesa.

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