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Cultura

Enseñando a mirar

  • El artista gaditano diseña una exposición concebida y estructurada para la pinacoteca de su ciudad bajo el sugerente título de 'Jugar-Pensar-Crear'

Conozco a Miguel Ángel Valencia, Miguelo, desde hace muchos años. Todos los amantes de lo artístico, incluso los menos allegados al estamento plástico, conocen a Miguelo. Su obra nunca ha pasado desapercibida. Ha sido -lo sigue siendo- artista culto, sabio, preparado y consecuente, con los tiempos, con el propio arte y con él mismo. Sus conocimientos artísticos no sólo han servido para establecer una obra con criterio, argumentada en los planteamientos de un arte conceptual y, además, acertadamente distribuida desde un ejercicio claro, riguroso y con carácter. A lo largo de los años se ha podido constatar una producción realizada con entusiasmo y absoluta certeza. Al mismo tiempo, Miguelo ha sido enseñante; ha sabido ofertar a sus alumnos los difíciles registros de un arte contemporáneo, a los que es complicado llegar si no se está especialmente preperado y sobre todo, motivado, haciéndoles encontrar los caminos y las claves adecuados para enfrentarse, sin complejos, a obras modernas que desprendían ciertas dificultades, mostrándoles las infinitas miradas que cada obra promueve. Ahora se sitúa o, mejor dicho, nos sitúa en los medios especialísimos del Museo de Cádiz para intervenir algunos espacios con elementos que dirigen la mirada correcta hacia las piezas que se encuentran en tales estancias.

La exposición de Miguelo desentraña varias circunstancias muy a tener en cuenta. En primer lugar es una muestra concebida y estructurada para el museo gaditano, lo que hoy se llama un proyecto site specifc; sus piezas dialogan, anuncian y hacen presentir el eterno pausado que allí se guarda, descubren muchas de las realidades históricas y artísticas que envuelven las obras museísticas y, al mismo tiempo, posibilitan el acertado ejercicio metafórico de un autor que abre las máximas perspectivas y enciende luces para que el imperecedero testimonio del pasado capte las miradas de siempre y, a la vez, algunas nuevas que permitan aventurar senderos de nuevas identidades.

El visitante al Museo de Cádiz va a encontrarse, perfectamente integrado en el espacio museístico, un lúdico desarrollo que va a permitir, en primer lugar, buscar las piezas, todo un juego cultural que llevará a realizar un recorrido consciente por las salas. Una vez halladas las , el espectador podrá pensar, interrogarse sobre las dos realidades enfrentadas, las viejas obras sometidas a las inquisidoras miradas aportarán el testimonio de un pretérito determinante, la obra de Miguelo creará inquietud y expectación, abrirá nuevos horizontes e impondrá un posible diálogo con un nuevo discurso abierto a las mayores posibilidades significativas.

En el patio principal se ofrece un ejemplo de escritura fenicia, esa epigrafía tan utilizada por el autor, con unos caracteres vacíos de contenido surgidos desde restos arqueológicos provenientes de los propios fondos del Museo. Con ellos, la historia plantea nuevos registros desde su discurso de siglos. En uno de los pasillos donde se encuentran las piezas más antiguas, doce pellas de barro se intercalan entre las vitrinas contenedoras de restos prehistóricos. El barro es la materia germinal de la obra artística y posee un carácter iniciático que contrasta con la perdurabilidad de los objetos custodiados. Los nombres de antiguas colonias se ofrecen en dos paneles, con velada plástica conformante, ante las dos joyas del Museo, los Sarcófagos Antropoides. Aquí Cádiz se nos aparece como centro neurálgico de los pobladores mediterráneos. La Gades romana posibilita dos piezas al autor gaditano. Una vitrina contiene ensayos sobre la existencia histórica y el pensamiento humano; se trata de una especial vánitas donde el legado escrito confiere infinitos testimonios que perdurarán en el tiempo. El recorrido por la primera planta se completa con un vídeo, Alameda, en él las piedras que conformaban la planta de los Baños del Carmen frente a la Alameda, muestran el recuerdo de un tiempo y un espacio cuyas reminiscencias pretéritas se yuxtaponen a la existencia de ese mar impenitente velador del existir de la ciudad.

Mucho más variado es el juego artístico que el autor promueve en la segunda planta. Tres obras nos presenta en la sala dedicada a la pintura del siglo XVII. Una mesa camilla ofrece al visitante la serenidad que exige la visita a todo Museo, demostrando que éste debe ser siempre un lugar de encuentro e invitándolo a una mirada reflexiva, juiciosa y llena de entusiasmo. El vídeo Epílogo, de una entrañable ternura, nos muestra unas manos envejecidas siendo tiernamente acariciadas por otras más jóvenes, mientras suena la música de un instrumento antiguo. El gran homenaje que Miguel Ángel Valencia hace a la gran pintura de siempre, ejemplificada en el retablo que Zurbarán pintó para la Cartuja de Jerez, se manifiesta en forma de gran pincel con la leyenda "El deseo de dejar una huella de lo efímero de la vida es lo que provoca la creación artística". De gran carga conceptual y técnica es la pieza que realiza bajo el gran lienzo de Murillo, aludiendo a la racionalidad de la creación que marcó la gran pintura española del Siglo de Oro. Una composición con el número phi, la estructura áurea y la sucesión de Fibonaci, con el impacto visual de un huevo de madera, nos abre las perspectivas de una realidad matemática, sempiterna presencia en el arte de todos los tiempos.

La identidad es la idea que subyace del gran espejo que atrapa y eterniza la imagen del visitante, en un espacio protagonizado por retratos de personajes de neoclásicos y románticos. Estos van a compartir su eterna permanencia en el Museo con la efímera presencia del que se mira. A la serena cotidianidad de la estancia que Valeriano Bécquer pintó en Retrato de familia, Miguelo añade un elemento más a una posible escena familiar moderna, la sempiterna presencia de la televisión. Con un sentido muy especial y con una fresca, jocosa y atrevida manifestación el artista gaditano sitúa los restos de un botellón, bolsas de plástico llenas de botellas, bajo la costumbrista pintura de García Ramos, El rosario de la Aurora. En la pintura del sevillano una bronca mañanera, en la instalación del gaditano, restos de los, también, excesos matinales de francachelas juveniles. Festiva interpretación de una realidad que no tiene edad.

El esclarecedor juego de Miguelo termina con su particular visión de la pintura contemporánea. Para ello qué mejor referencia que un juego de pantone.

La exposición Jugar-Pensar-Crear de Miguel Ángel Valencia es de las más sabias, acertadas y justas intervenciones artísticas que hemos visto. Un trabajo inquietante, que enseña a mirar el arte de forma fácil y que abre las perspectivas para que la creación plástica llegue fresca, sin conservantes ni colorantes.

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