El Rocío

La fiesta va por dentro

  • Triana y la Macarena suben la Cuesta del Caracol bajo el azote de un aguacero que duró tres horas. Una breve tregua permitió a ambas corporaciones el recorrido por sus barrios.

Pasan las once de la mañana cuando el cielo se desploma sobre Triana. Los romeros acaban de abandonar el barrio. Florecen los paraguas como lo hacen las tópicas margaritas llegadas estas fechas (para mal de los alérgicos). Los impermeables verdes unifican la algarabía cromática que minutos antes había imperado en el arrabal. Fue breve la tregua que hizo soñar con cielos celestes y los brillos de un sol, tan efímera como la cerveza que a esta hora ya disfruta más de un romero (pese a que el tiempo invita más a aguardiente). Se van los trianeros buscando la Cuesta del Caracol y la lluvia se adueña de la ciudad desdibujando cualquier huella de fiesta. "Venga que es agua, y encima gratis", grita un peregrino cuando las nubes descargan sin compasión alguna.

"Hay que tener ganas de Rocío para irse con este tiempo". Reflexión de una señora que se cobija en la Basílica del Cachorro mientras escampa la tormenta. Del mal tiempo han hecho su agosto las tiendas especializadas en ropa deportiva. El martes se agotaron las botas de agua. Hubo un establecimiento que facturó 25.000 euros en cinco horas por este calzado tan molesto como antiestético. La lluvia cambia la indumentaria romera. Introduce nuevas variantes en los looks de los peregrinos. A veces, con mezcolanzas difíciles de digerir para la vista. El refrán dice que una buena capa todo lo tapa, pero en el caso de las rocieras, el maldito plástico acaba por deslucir cualquier intento de coquetería. A todas las iguala ese verde que ya se ha adueñado de las fotos del Rocío. Aunque aún queda margen -bastante amplio- para la improvisación. Entre los romeros hay quien, con el pretexto de la lluvia, parece sacado del concierto de AC/DC.

En el arrabal macareno el plástico también se impone. La carreta del simpecado -hipérbole argéntea- va cubierta con una funda que hace invisible su cúpula. Las flores que la adornan están casi todas cerradas. Las clientas del mercado de la calle Feria se asoman a ver una comitiva muy acelerada. Cerca de Omnium Sanctorum huele a chicharrón frito, un aroma que acentúa el apetito de los que todavía no han probado bocado.

Por la calle Castilla el aire trae, de vez en cuando, el olor a anís seco, el reconstituyente de los romeros que se agolpan en el Bar Manolo, donde los camareros siguen luciendo camisa blanca y una escuálida cinta negra anudada al cuello, uniforme setentero alejado de las modas que imperan en gastrobares y otros inventos de la cursilería tabernera. Viene el simpecado que cobija a la Virgen Chiquita envuelto en un grueso plástico por el que asoman múltiples clavellinas de colores. La mañana, a esa hora, es un señuelo. Sale un tímido sol y los cielos se despejan. "Ojalá se mantenga así el día". El inocente ruego procede de una joven peregrina que sortea al público que espera de pie la llegada de la comitiva. Su deseo cae en saco roto. Conforme avanzan los romeros por Chapina las nubes se tiñen de un gris intenso. Salta la alerta en los radares de los móviles. La guasa no tarda en aparecer:

"-¿Ya estamos otra vez con lo del Cachorro y la lluvia?"

"-Es que se va a poner a llover en la misma puerta. Eso es tentar la suerte".

El agua es generosa y espera a que se cante la salve delante de la basílica. Luego descarga. Con bastante crueldad. No una, sino hasta cuatro veces, cuando más empinada se hace la cuesta que lleva hasta el pueblo de las tortas de aceite, apéndice, en esta jornada, del arrabal trianero. A pocos kilómetros, sin solución de continuidad, la caravana romera se hilvana con Gines, uno de los puntales rocieros.

La humedad se adueña de los cuerpos en un Rocío diseñado al antojo del agua. Qué molestos son los paraguas al andar y cuánto pesan los volantes mojados. "Hoy dormimos en el Torreón de la Juliana. Mañana, no lo sabemos", se le escuha decir a una trianera en la Calle Real. Es la incógnita de una romería al arbitrio de la lluvia. Muchas hermandades adelantan la pernocta. Otras llegan antes de lo previsto a la aldea en un camino sin arenas. Sin colores. Sin tiempo para un refrigerio. Sólo para andar y combatir el agua. Al cobijo del chubasquero. Bajo el refugio del plástico. La fiesta, este año, va por dentro.

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