El Rocío

Metrópolis del camino y escalera de la historia

  • La salida de Sevilla otorga una pincelada rústica a un centro tematizado para el turista La Antigua Villa de Mules es escenario de artes camperas en extinción

"¡Viva Sevilla, viva Sevilla y viva España!". Ricardo Laguillo pone a prueba su capacidad torácica un jueves concreto de cada año. Ese día en el que también demuestra que maneja, con perfecto equilibrio, el arte de vitorear a la corporación de la que es hermano mayor y alzar el simpecado sin poner en peligro la integridad física de la bendita insignia mariana. Los gritos del hermano mayor de Sevilla (o El Salvador, según guste al lector) se han hecho ya un clásico en esta semana de Pentecostés. Tan clásicos como los de aquel famoso caballero de Jerez al que en el Rocío de 1933 no le temblaron las piernas por vitorear a España con la bandera roja y gualda delante de las autoridades republicanas en plena presentación de las hermandades. Tan clásicos, también, como la contestación anual de cierta peregrina que en el tumulto de la plaza responde con enojo: "¡Y que viva Andalucía!".

La reclamación autonómica le viene como anillo al dedo a esta romería que los más entendidos en definiciones sociológicas consideran como la verdadera vertebración andaluza. Lo que no han conseguido desde San Telmo se ha logrado por los caminos que conducen al edén marismeño (pocas expresiones hay más cursis que ésta), donde se olvidan los reinos de taifas y se convive en un califato rociero. Aunque lo que resulta de difícil olvido es el olor a pescado -no precisamente fresco- que inunda algunos rincones de la Plaza del Salvador donde aún había desperdicios del día anterior. No todo iba a ser perfume a romero.

La caravana de Sevilla avanza por el centro monumental de la ciudad otorgando esa pincelada rural a un territorio conquistado por las tiendas de souvenirs y por los bares que sirven a los turistas de chancla y mochila paella precocinada a las doce del mediodía. Sevilla-Sur también abandona su barrio con la noria panorámica del Puerto de fondo. Es la hora del ángelus.

Las doce de la mañana de este jueves se sienten en Villamanrique de la Condesa como si el reloj llevara tres horas de adelanto. Es mediodía y parece sobremesa. Hay vecinos que la noche anterior estuvieron hasta bien entrada la madrugada viendo pasar Coria del Río, que se presentó ante "la más antigua y primera de las hermandades rocieras" (como así gusta recordar a todo manriqueño) pasadas las doce de la noche. Nueve horas después lo hacía ya Olivares con su ahijada Salteras.

La parroquia de la Magdalena se convierte estos días en testigo de esas artes camperas que están tan en peligro de extinción como el subvencionado lince marismeño. Pocos boyeros hay ya capaces de subir los cinco escalones más cantados en la historia de las sevillanas. Los que conducen hasta el porche del templo donde las astas de las bestias se clavan en el frágil caliche. La primera en llegar a la cima manriqueña es La Algaba, que luce luto por la que fuera camarera de honor de su simpecado. Así lo recuerda el presidente de Villamanrique, Juan Márquez: "Es por mi amiga Encarna Piñero".

La corporación de la antigua Villa de Mules se ha quedado este año sin hermano mayor que apoquine los gastos de la romería. Correrán a cuenta de las arcas de la hermandad. "Es lo que tiene la crisis", dice el presidente de la corporación, quien busca la sombra dentro de la parroquia. Allí se encuentran Mari Paz y Juanita, las camaristas del simpecado, que en pocas horas tienen que "vestir" la carreta de plata. Por sus manos pasan ahora las flores que entregan y las que reciben. Labor nada grata para los alérgicos al polen. Sustancia tan imperceptible como molesta que desprenden los ramos amontonados junto a las varas que ahora portan los rocieros de Villamanrique para ir a recibir a la entrada de la plaza a Espartinas, que cumple 75 años.

Con Espartinas viene Marcelo, tío de Espartaco y boyero de la hermandad. Su llegada es otra de las citas del día. Años de oficio patentes en la destreza de los bueyes en subir los peldaños. Y en bajarlos. El porche se queda pequeño para contemplar este alarde de arte ganadero. Hasta allí acude Ángela, una extremeña afincada en el municipio madrileño de Las Rozas, donde ha creado una asociación rociera con un grupo de amigas, cada una procedente de un punto distinto de la meseta española. Fervorosas devotas de la Blanca Paloma y de la alta concentración de silicona en labios y mejillas.

Este grupo de romeras entablan conversación con dos espartineros. Una de ellas, que viene de Valladolid, pega un grito cuando ve subir los bueyes: "¡Que miedo me dan esos cuernos!". "Siempre serán más peligrosos que te los pongan", contesta otra de las integrantes de este grupo de féminas cincuentonas que dejaron de creer hace tiempo en el sacramento del matrimonio. "Yo vine al Rocío por primera vez hace 10 años, cuando me separé de mi marido. Si sigo estando con él, no sé lo que es esto. Lo primero que hago en cuanto veo a la Virgen es darle las gracias por habérmelo quitado de encima", asegura una de ellas ante la risa histriónica del resto de acompañantes y el rostro perplejo de los dos espartineros.

Una vecina de Villamarique manda callar. "Señoras, por favor, tengan respeto". Cantan los rocieros de Espartinas. Se hace el silencio en la plaza, sólo roto por el crujir de las ruedas de la carreta sobre los escalones y las voces ya desgarradas de los peregrinos "Aquí siempre recibió/ este pueblo soberano/ que a Espartinas se hermanó/ en los tiempos franciscanos". Otra romera también interpreta -ipad en mano- una sevillana cuya letra culmina con la famosa escalera: "Pá subir esos escalones, ay Rocío, que del cielo nos separan".

Escalones que bajan Ángela y compañía entre risas alborotadas que amenazan con prolongarse en demasía en el Bar Tomás, mirador privilegiado por donde se ve pasar este tren de la felicidad que engarza una hermandad con otra. Se va Espartinas y llega Gelves. Luego, Palomares del Río. En Villamanrique los minutos aceleran el pulso hacia el alba. El momento en el que dos mil romeros comienzan a andar las tres leguas que los separan de la marisma. Este año harán la salida con Sanlúcar la Mayor, que está de aniversario.

Se irán los manriqueños y dejarán en soledad un municipio por el que seguirán pasando hermandades. Pueblo convertido en metrópolis del camino. Escalera de la historia. Peldaño del tiempo.

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