Hermandades de Sevilla

Cuando Sevilla cala

  • Triana pasa por el Quema sin que aclare la mañana y El Salvador, que permutó su paso con Sevilla-Sur y el Cerro, lo cruza bajo un chaparrón. El frío marca la romería de este año.

Frío. Mucho frío. Tanto como para encender un brasero y no moverse de él. Dos peregrinos se preguntaban ayer bajo el chiringuito que la familia Flores regenta a pie del Guadiamar: "¿Qué hacemos aquí con la que está cayendo y con esta rasca?" Un sorbo de cerveza -bebida que no se apetecía demasiado- emuló la respuesta que se perdió en el aire. Viento, por cierto, que anduvo bastante alborotado por este paraje que el viernes del Rocío es el mejor escenario para quien quiera llevarse unas dosis de comedia, sensualidad y emoción. 

Todavía el sol no acaba de despuntar cuando Triana abre la mañana pasando el Quema. Lo hace, incluso, con adelanto. Poco después de las ocho y cuarto está la carreta de plata encajada en las gélidas aguas. Quietud. Nada alborota el momento. El público es exiguo. Las laderas sólo las ocupan los peregrinos en cuyos rostros se delata el despertar tempranero. La escena dista mucho de los años en los que la hermandad lo hacía a última hora de la tarde del jueves. Frente a aquel bullicio, este arropamiento con aires místicos. Se difumina la aurora en la corriente del río. Cantan las voces sin terminar de aclarar: "Tú eres mata de romero, lirio marismeño, ramo de jazmín...". Los vivas de Pepe Rosales dan lumbre a la escena. 

Triana sigue andando. A pocos metros la comitiva se para. Es el momento del cambio, de abandonar las chanclas y los botines enfangados. Batas remangadas hasta más allá de lo aconsejable. Mirada oblicua de ciertos señores que analizan cada centímetro de muslos blanquecinos. Este despojo no requiere de intimidad. Los días de camino otorgan confianza suficiente y merman la vergüenza requerida. No hay pudor por enseñar, aunque a veces lo que se muestra es difícil de digerir con el estómago vacío. Hasta el frío se vuelve descarado y ahora el aire sopla fuerte. Se marchan los peregrinos de la cava hacia tierras manriqueñas, aunque la cola de este pelotón tarda en pasar. El último charré cruzó el Quema justo antes de hacerlo Sevilla. Triana es así. 

Se hace el silencio otra vez en el vado. Sólo lo rompe a ratos el altavoz del chiringuito de los Flores, gracias al cual los presentes conocen los últimos éxitos de venta en gasolineras. El grupo Camela se corona como Frank Sinatra en esta selección musical. El efímero establecimiento hostelero es una institución en la zona. Esta familia de Villamanrique lo regenta desde hace 30 años. Sus integrantes son testigos de la crisis que sacude el bolsillo rociero. "La gente viene muy tiesa", dice el mayor de los hijos. Quizá para prevenir cualquier estampida por confusión un cartel en la puerta advierte de la buena voluntad hospitalaria de los Flores: "Caseta de entrada gratuita". Los romeros más rezagados de Triana llegan pidiendo aguardiente. El único que hay es seco, líquido que incendia el gaznate en cuanto uno se moja los labios con él. Dos euros por café y copa. La moda de los precios low cost no ha llegado aún al chiringuito. 

Pepa la Caracolera -como la conocen en Triana- ha tomado asiento delante de la caseta. Intenta calentarse mientras las nubes se lo permiten. Tiene 72 años y pide que le guarden la silla cuando va al "servicio", que no requiere de ambientador, el olor a jara y romero está muy presente. Cuando vuelve da cumplida cuenta de sus aficiones literarias: "Yo le puedo hablar de Miguel Delibes y de Vargas Llosa, pero el que más me ha gustado siempre es José Luis Sampedro, mi amor platónico, aunque mi marido se ponía muy celoso cuando se lo decía", recuerda Pepa (mujer de bata de lunares y flor natural en el pelo), a quien su cuñado recoge para volverla a colocar en una de las márgenes del Guadiamar. 

Por allí pasan Écija y Osuna. Un sacerdote predica desde un coche de caballo improvisado como púlpito. A su sermón no le faltan dosis de pregón, contagiado quizá de la presencia cercana de Francisco Javier Segura, el pregonero de la Semana Santa, que recibe el bautismo rociero con el Cerro del Águila. No era difícil adivinar el nombre con el que lo recibieron en esta fe: Effetá

Los peregrinos que se atreven a cruzar las aguas -ayer había que pensárselo dos veces- recuperan el marsellés de lana y la manta de Grazalema, indumentaria que describe Julio Domínguez Arjona, que ha hecho de un cajón de plástico un privilegiado palco en el Quema. Junto a él se encuentran José Antonio Casado (al que el café de los Flores le pasa dramática factura en el estómago) y Carlos López Bravo, secretario del Consejo de Cofradías, quien graba con su cámara las más de una y mil peripecias de los que dirigen lo coches de caballos y aquellos peregrinos que, ante lo que se ve, han ido abandonando el sentido del ridículo a cada paso andando. 

El cielo se torna gris. No hay un mero resquicio del celeste. El viento sopla fuerte. Polvareda que da la bienvenida a Sevilla. Elegancia de hermandad que se nota hasta en el andar de sus peregrinos. Pasillo simétrico de caballistas. Indumentaria perfecta. Descienden los romeros la cuesta que les lleva al Guadiamar con una candencia acompasada, exquisita. Todo a su tiempo. Sin mayor prisa que la que marca la emoción. La gente del Salvador permuta su paso con la de Sevilla-Sur y el Cerro. Están a la hora de siempre. En el instante de todos los años. El momento que detiene la corriente en la dársena del tiempo. Llueve. No importa. Arrecia fuerte. Sigue sin importar. Sombreros al aire. "Ole, ole, qué bonita es mi hermandad..." Coreografía equilibrada al son del chaparrón. Agua sobre agua. Nada cala más que Sevilla sobre el Quema.

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