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El mundo de mágico

San Salvador, escenario de una vida más allá de la magia

  • A sus 58 años, Jorge González dedica el tiempo a su familia y a jugar al fútbol con ex compañeros de la selección del Mundial español de 1982

 Queda un minuto para el pitido final. Se oye un “vamos picha, dale”. El jugador se ha quedado solo, escorado al lado derecho del área grande. El portero, un chaval, le sale al encuentro. Un toque suave con el exterior del pie izquierdo y el balón hace una vaselina perfecta a la escuadra contraria de la portería. Imparable. Un golazo. Un grupo de privilegiados lo hemos visto desde la banda. Nos miramos asintiendo. Jorge Alberto González Barilla, Mágico, en estado puro.

Algunos miércoles, un grupo de ex jugadores, de la mítica selección de fútbol de El Salvador del Mundial de España del 82 y clubes nacionales, se reúnen a las 6 y media de la tarde en el Estadio Nacional, construido en los años 20 del siglo pasado para los Juegos Panamericanos y rehabilitado hace un par de décadas. Una instalación olímpica que lleva el nombre de un ídolo en este rincón de Centroamérica: Estadio Jorge González, el “Mágico”.

“Somos los del Naranjito”, bromea Osorto, lateral; están Silvio Romeo –“a mí me ponían en cualquier lado”-, el segundo entrenador Salvador Marina… también algunos ex jugadores hondureños, como el central Gilberto, que también jugó en la Liga española y ahora dirige a la selección salvadoreña. Se dan cita una vez a la semana alrededor de Mágico. Jorge exige “por respeto al fútbol”, que los dos equipos, el combinado de veteranos centroamericanos reforzado con jóvenes –como su sobrino David, de 21 años- salgan perfectamente equipados. Su equipo viste de azul, el color de la selección salvadoreña. Y el rival -otra mezcla de mayores y chavales-, de blanco.

En 1982 El Salvador era un país en guerra. Revolucionarios, en contra de la represión de los gobiernos derechistas de los años 70, estaban organizados alrededor del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Una contienda de guerrillas en la que murieron más de 75.000 salvadoreños. Una guerra en la que no había treguas. Aunque en realidad sí las hubo, oficiosamente: las tres ocasiones en que una pandilla de jóvenes jugaron en el Mundial de España de 1982. Todo un hito para este pequeño país bañado por el Pacífico, entre Guatemala, Honduras y Nicaragua. Después, vuelta a los tiros hasta el final, en 1992.

Jorge lo recuerda, como lo siguen recordando los miles de jóvenes de aquella época. Ahora, con 58 años, habla de la vida como una sucesión de experiencias. “No, no me gustaría dar marcha atrás. Nunca pienso: ahora esto o lo otro lo haría de otra manera. La guerra nos marcó a todos, pero nuestro espíritu nacional es seguir adelante. Creo en las segundas oportunidades”, me confiesa al término del partido, empapado en sudor, mientras caminamos juntos por el campo.

No ha sido nada fácil dar con Mágico. Un conocido periodista de la televisión salvadoreña, amigo de mi fotógrafo para este reportaje, Eduardo Vázquez, había mediado para que acudiese a una cena el martes por la noche pero, escurridizo, no se presentó. Cambiamos el plan y nos acercamos al Foto Café, lugar de encuentro de reporteros de la capital para documentarnos. Es un pequeño chalet con un jardín, como todas las casas en Salvador, defendido por un muro con concertinas, al que se accede mediante un portón metálico. Allí nos encontramos con Edgar Rodríguez, periodista de raza curtido en mil crónicas, desde noticias accesibles de ámbito social y cultural, hasta peligrosos reportajes sobre las maras, los grupos que pugnan por el tráfico de drogas, la extorsión, los territorios, y que hacen de éste uno de los países más peligrosos del mundo. Lo dicen las estadísticas, pero éste sería tema para otra historia.

Edgar nos da la clave. No agobiar al Mago. Está cerrado en banda a conceder entrevistas. Decidimos acudir al partido del miércoles en su estadio y aguardar al final. Esperamos en la grada contraria a la entrada de vestuarios. En la pista de atletismo, medio centenar de deportistas van a lo suyo, entrenando. Puntual, a las 6 y cuarto, aparece un cardumen de chavales rodeando a un esbelto Mágico que, cerca de la sesentena, se mantiene en buena forma. A su lado sus dos hijos más pequeños, Jorge Jesús, de 11 años; de la mano, Victoria Leticia, de 7. La nube de chavales se disipa a golpe de selfies y Jorge sale a calentar. Solo, en el centro, se agacha para estirar, da algún pelotazo, toca las palmas en señal de arrebato.

“Dios me ha dado la oportunidad de comportarme ahora como un verdadero padre. Quiero mucho a mis dos primeros hijos gaditanos, ya son mayores, pero no pudieron disfrutar de la figura de un padre. Por esto ahora me empeño en educar a mis niños pequeños, que han sido un regalo de Dios”, me contará más tarde.

El Salvador tiene tres referentes nacionales. Tres figuras incuestionables: el obispo monseñor Oscar Arnulfo Romero, asesinado por la derecha en 1980 y considerado un mártir de los derechos de los salvadoreños; el poeta Roque Dalton; y un ídolo de deporte, Jorge González, que salió del país con apenas 24 años como “Mago” y regresó década y media después, ya como “Mágico”. Su carácter, para unos indolente, para otros filosófico, su bondad, su impronta, su hermetismo, un halo enigmático, bohemio, junto a sus éxitos y sus registros deportivos, lo alzaron al pedestal de mejor deportista salvadoreño de la historia. Por encima de todos los calificativos anteriores están la sencillez y la modestia.

Comenzado el partido, hemos cambiado la grada de tribuna por la banda contraria, donde se concentran amigos, familiares, los reservas, alrededor de los banquillos… estamos a pie de campo, un césped cuidado que brilla con los últimos destellos del día (estamos en el trópico y amanece a las 5 y media y anochece 13 horas más tarde). Se encienden los focos. En el anillo exterior, fuera de la pista de atletismo, suena fuerte la música de una clase de zumba a ritmo de bachata. Edgar nos presenta a uno de los hermanos de Jorge que ha acudido esta tarde-noche. Desde el mayor, Mauricio, al pequeño Jorge, son 6 chicos –uno fallecido- y una chica.

Mago vive desde hace años muy cerca del estadio Cuzcatlán, la que fuera su segunda casa durante sus dos etapas profesionales en la filas del FAS, donde se ganó el apodo por su manera, única, de jugar con el balón. Una casa sencilla. Como todas, aislada del exterior por una tapia con rejas y una gruesa puerta metálica. Pintada de azul y amarillo, sí señor. A derecha e izquierda, una tienda de telefonía móvil y otra de moda. Y en frente, una parada de taxis y unos puestos de pupusas, tortas de maíz rellenas, junto a un centro comercial.

Sale poco. A correr por la mañanas, a jugar pachangas de soccer (lo más parecido al fútbol sala) al otro lado del bulevar Los Próceres. Acude regularmente al estadio nacional, al colegio Alemán o a los campos del parque Cafetalón. Sigue siendo objeto de homenajes por todo el país, en cualquiera de sus 14 departamentos (provincias).

Suena el pitido del final de la primera tarde. Jorge se huele algo. Los teleobjetivos de Eduardo y Edgar lo deben inquietar y nos delatan. Apenas 5 minutos de descanso en los que permanece en el centro del campo, aislado de todos. En el primer parcial ha estado deambulando, dando algunos pases, colgando un par de balones al área.

Las anécdotas van cayendo a medida que no vamos ganando la confianza del grupo, y también los datos sueltos sobre su vida actual, totalmente hermética, defendida, no con alambres como las casas, pero sí con eficiencia por sus allegados. Así podemos contrastar que sigue ligado a la Federación y al INDES –Instituto Nacional del Deporte de El Salvador-. Mantiene unos ingresos, suficientes, para vivir por encima de la media de un país en el que muchos ganan al mes unos centenares de dólares USA –la moneda oficial-. Muy por debajo de la élite económica. A su nómina como asesor, “motivador”, de los equipos nacionales, suma ingresos aislados por campañas de publicidad: Pepsi, grandes almacenes, los zapatos Braco, etc. Conduce un todoterreno blanco de gama media, en buen estado, pero con años. Se ríe cuando le recuerdo sus años en Cádiz a bordo de un Ford Excort X3 rojo. “Ha llovido”, exclama.

“De niño le pusieron una prueba en un entreno. Pasar 25 veces seguidas el balón en medio de un neumático. Paró, aburrido, cuando llevaba 83”, relata Salvador, que fue técnico de la selección del 82. Como ésta, muchas anécdotas e historias sobre sus cualidades futbolísticas.

“No atiende a un empresario que le quería regalar un condominio en una colonia, pero sí se para a pelotear con los niños en la calle”, me ha comentado un colega periodista. También abundan los relatos sobre su altruismo y poco interés por lo material.

La segunda parte es otra cosa. Se desmelena y participa en cada jugada. Nivel Dios en comparación con sus compañeros, también al filo de los 60 pero en buena forma. Desmarques, quiebros, pases largos, cintas, regates… A ver, tampoco le entran en modo Arteche, lo respetan, pero aun así acaba un par de veces rodando por el césped. Del 2-2 de los primeros 45 minutos al 7-2 final con broche final de auténtico mago.

Un niño se le acerca para que le firme un balón. Jorge le dice que no. El chaval se queda cortado, pero el Mago le explica cariñosamente que el balón es para jugarlo. Acto seguido le pide su camiseta, se la firma y se fotografía con él. En su rúbrica, como siempre, su sello: “Gracias”.

“A todos nos metió el picha en la cabeza. Siempre está picha, pichita. En el campo es Jorge, o el picha”, explica Gilberto, ex Elche, Tenerife, Valladolid, que parece metido en formol. Lanza una carcajada cuando el digo que está para jugar, como el Cholo. Jorge, en su particular manera de expresarse, con una serenidad y aplomo muy distinto a la etapa de juventud en Cádiz, habla del concepto de la “positivez” (sic) que traslada a sus pupilos en la selección y de la suerte de vivir rodeado “por personas clave” en alusión a sus dos educados hijos, a lo que rodea con sus brazos.

Otro proyecto que ocupa su atención es la fundación que llega su nombre, Mágico González, dedicada a la promoción de los valores del deporte. Los negocios emprendidos con la familia con las rentas del fútbol no han ido bien, me asegura una fuente.

Jorge González, el ídolo cadista, tiene en El Salvador una vida sencilla. Nos despedimos en la puerta de su estadio. Unas últimas palabras para enviar recuerdos a su amigo Hugo Vaca. Un fuerte abrazo antes de subir al coche con sus dos pequeños. La hora punta de tráfico ha pasado. En 5 minutos estará en su casa. Hasta pronto, Mágico.

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