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Cultura

Radiación de fondo

  • Naipaul, de orígenes indios pero caribeño, conoció la tierra de sus ancestros en los 60. Estas páginas impregnadas de enigmas son el fruto de aquel viaje.

Una zona de oscuridad. V. S. Naipaul. Trad. Flora Casas Vaca. Debate. Barcelona, 2015. 296 páginas. 23,90 euros.

Lo que se articula en Una zona de oscuridad, lo que se expone oblicuamente en estas páginas de Naipaul, escritas entre 1962 y 1964, no es sino aquel descubrimiento de Vico, luego popularizado por Herder, en la segunda mitad del siglo XVIII: las culturas, las civilizaciones, los viejos imperios devorados por el polvo, no pueden explicarse desde la óptica del observador actual; antes bien, hay que revelar los principios que le dieron vida, y desde los cuales aquellas civilizaciones se nos manifiestan en su verdad histórica. Este hallazgo de Vico, contrario al prejuicio universalista de la Ilustración, tendrá una larga progenie, que llega a la psicología de Jung, a la mitología de Eliade, a la antropología de Lévi-Strauss, y cuya manifestación más duradera, todavía hoy vigente, fue aquel complejo fenómeno que se recoge bajo el rubro del Orientalismo.

En esta curiosidad por las particularidades de cada cultura se basa la gran historiografía del XIX y cuanto de folklorismo, de tipismo y de pintoresquismo nos acompaña desde entonces, como una sombra gemela de la Razón dieciochesca. ¿Qué es lo que descubre, pues, Naipaul en la década de los 60, cuando llega a la península indostánica? Lo que descubre, en cierto modo, es una vaga y persistente radiación de fondo. Una radiación que emana de sus antepasados indios (Naipaul es descendiente de indios, emigrados a la isla caribeña de Trinidad), y de la cual el escritor se creía por completo libre. Si recordamos la obra de Eliade, los arquetipos de Jung, el colofón a los Tristes trópicos de Lévi-Strauss, nos hallaremos ante la mitologización de una geografía, el Oriente, tan remota como difusa. Una geografía que opera como negativo de los valores occidentales, y donde lo ancestral, lo mágico, lo irracional y persistente que late en el hombre, se ofrecen como compensación al adelgazamiento de los valores humanos, consecuencia de la industrialización y la masiva urbanización europeas. En este sentido, el Oriente misterioso y poético de Rudyard Kipling es consecuencia inmediata tanto de la máquina de vapor de Watt como de los infinitos suburbios londinenses. Sin embargo, el hallazgo de Naipaul, su sutil apreciación, es de diverso orden. No se trata de desmentir la visión fastuosa y mítica de la India que propició la colonización británica. Se trata de descubrir -occidental al cabo- la percepción mitológica del mundo que caracteriza, según Naipaul, a los propios habitantes de la India, con indiferencia de la religión que profesen. Sólo así se explica el autor el sistema de castas, la idealización del pasado colonial y la ignorancia de la historia que distingue no sólo a las clases más humildes sino a los universitarios anglófilos que aun así desprecian la concisión histórica en favor del mito. Esto explicaría también la incuria y la confusión en la que viven sus ruinas: no hay el menor atisbo de catalogación y preservación del pasado. Son, sencillamente, vestigios colosales de una era remota, que se unen al lento, al inagotable fluir de una vida sorda y vegetativa.

El hecho de que Naipaul sea un descendiente de indios emigrados, sin una relación directa con aquella cultura, no hace sino agravar -y precisar- este cambio de perspectiva. Naipaul, heredero de la cultura anglosajona, descubre una tímida reminiscencia de sus ancestros cuando se enfrenta a la enigmática realidad social de la India. Pero no enigmática en el sentido de Kipling; no enigmática en el sentido religioso, trascendental, instintivo, con que quiso verla el XIX de Collins o el XX de Chesterton y Borges. Enigmática e indescifrable por cuanto allí se hace evidente tanto una lejana comprensión de sus antepasados, como la maciza corpulencia de una sociedad opaca a sus valores. Quizá, de entre las muchas historias que aquí se relatan -historias de pobreza, de sordidez, ridículas o hilarantes, pero siempre con el fuerte sabor de lo Otro-, de entre todas estas historias, digo, el relato más admirable tal vez sea el que une a Naipaul con un sirviente del hotel que lo alojó en Cachemira. Se trata de una relación de amistad, de recelo, de curiosidad, cuya naturaleza última se muestra impenetrable para el autor. Al despedirse de su amigo/criado/compañero Aziz, Naipaul no sabe si las lágrimas del indio son muestra de un sentimiento verdadero o el irónico gesto de un viejo pícaro, urgido por la necesidad y el hábito. Este mismo estupor, esta misma sospecha, es la que ha acompañado al orientalista occidental desde finales del XVIII. Y sin embargo Naipaul no es nada de eso. La India de Naipul -y él no se engaña al respecto- es una India ensimismada y viva, sobre la que su mirada se desliza, sin aprehenderla.

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