Cultura

La extrañeza de todos

  • Samanta Schweblin reúne en 'Siete casas vacías', obra por la que recibió el Premio Ribera del Duero, a un conjunto de personajes "un paso por fuera de lo que llamamos normalidad".

Siete casas vacías. Samanta Schweblin. Páginas de Espuma. Madrid, 2015. 128 páginas. 14 euros.

En Mis padres y mis hijos, uno de los cuentos de Siete casas vacías, el libro con el que Samanta Schweblin se hizo con el Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, se vive una tensa escena doméstica: los padres del personaje que narra lo que ocurre corretean desnudos por el jardín, y, más tarde, los hijos del protagonista, para desesperación de su ex mujer, se unen fascinados y alegres a ese comportamiento anómalo, se frotan inocentemente contra el vidrio. Pero la madre de esos críos, su nueva pareja, los policías que han llegado, observan con terror y recelo ese pasatiempo: la combinación de los conceptos adultos, menores, desnudos les provoca un intenso escalofrío. Y, sin embargo, Javier, el progenitor de los niños y descendiente de los viejos, "descubre que en esa imagen de abuelos y nietos jugando desnudos junto al ventanal hay algo mucho más sensato que lo que se está viviendo en ese patrullero donde todo el mundo se está maltratando y golpeando con tal de proteger a los hijos. Es más violenta esa situación que la otra", explica Schweblin.

Siete casas vacías, un catálogo de (reconocibles) rarezas y actitudes al margen de lo establecido con el que Schweblin viene a decir que "todos estamos un poquito locos, todos somos un poquito extraños", es la propuesta más realista de la autora de Pájaros en la boca y Distancia de rescate, pero la bonaerense se ha encontrado "en las primeras críticas que están apareciendo del libro que se sigue hablando de literatura fantástica". "No me supone ningún problema, evidentemente debe de haber algo que ni yo puedo entender...", admite con sorpresa. Una confusión que quizás se deba a que la obra tenga cierta atmósfera de fantasmagoría, y a que sus personajes, pese a que se mueven "dentro del código de lo real", arrastran su pesadumbre, perplejos y erráticos, como en una suerte de limbo. "Son hombres y mujeres que están en circunstancias cotidianas, pero al límite, están muy agotados: hace tiempo que están probando otras soluciones, pero no las alcanzan. Andan un paso por fuera de lo que llamamos normalidad, pero eso no significa que sus mundos nos sean ajenos: son mundos, quizás, que todavía no aprendimos a mirar", sostiene la escritora.

En las criaturas de Schweblin "hay una búsqueda muy activa", aunque el guión que sigan no responda a lo previsible. En el relato Salir, una mujer a la que se le atragantan las palabras y no sabe cómo decirle a su pareja que la relación ha terminado, acaba huyendo con un vecino. "Ella es muy consciente del problema que tiene a sus espaldas, pero no encuentra la manera de abordarlo. Tiene una búsqueda muy ansiosa por el bienestar: se sube al coche con un vecino y andan muy despacito para que ella pueda secarse el pelo sin despeinarse. Hay una señora que va caminando a la par que ellos, que los mira mal, y a ella le preocupa que todo funcione: el calor de la ciudad, el viento fresco, que haya una buena vibración con él... Todo tiene que estar alineado porque quizás así entienda lo que le pasa y pueda afrontarlo", analiza Schweblin.

La narradora asegura haber aprendido del cine -estudió Imagen y Sonido- a elegir el ángulo desde el que describe las situaciones. "Supongo que mis estudios afectaron a mi forma de narrar. Me doy cuenta de que soy muy consciente de que tomo decisiones casi cinematográficas: pienso dónde pongo la cámara, es una pregunta que intuitivamente me hago. Es muy distinto decir el coche dobló hacia la izquierda, que genera una imagen casi cenital, que escribir Marta puso primera y dobló hacia la izquierda, donde la mirada del lector está dentro del coche", comenta. Y los relatos de Schweblin no son nunca explícitos planos secuencia que no dejan espacio a la imaginación, sino piezas que desafían e inquietan al lector. Sucede con Un hombre sin suerte, donde el encuentro aparentemente inocente entre una niña y un desconocido suscita muchas preguntas. "Me gusta mucho jugar con los prejuicios del lector", afirma Schweblin. "En ningún momento de ese relato se da ninguna pista acerca de una mala intención del personaje, y sin embargo uno está constantemente pensando lo peor".

En Un hombre sin suerte son unas bombachas -unas bragas- las que unen a esos dos personajes, y la autora se sirve de los objetos para su indagación en la naturaleza humana desde la primera historia, Nada de todo esto, una reflexión sobre la curiosidad y la envidia por las existencias ajenas donde juega un importante papel una azucarera. En Cuarenta centímetros cuadrados, una mujer desamparada que acaba de romper con su entorno observa a la gente que está en una parada de autobús. "Todos tienen cosas, bolsas, y ella, que ya no tiene nada, se pregunta si es esta gente la que sostiene los objetos, o son los objetos los que sostienen a la gente. El espacio que ocupa uno en el mundo es el del propio cuerpo y el de las cosas que posee, que son como banderas. Incluso cuando regalamos un artículo estamos diciendo algo de nosotros, hay un componente de imperialismo en eso".

La incomunicación es otro de los temas que explora Schweblin, que a los 11 años -lo ha tenido que contar una y otra vez durante la promoción de Siete casas vacías: es un episodio demasiado atractivo para que los periodistas se resistan a preguntarle sobre él- decidió dejar de hablar en el colegio. "La directora del centro dijo que si durante el verano no me mandaban a un psicoanalista que asegurara que era una persona normal yo no podía volver al año siguiente. Y la psicoanalista escribió un certificado de normalidad en el que afirmaba que yo estaba bien pero tenía un profundo desinterés por mi entorno [ríe]. Me sentí muy cómoda con esa definición", confiesa. Por su propia experiencia, Schweblin sabe que la vida es una forma de tensión entre la necesidad de aceptación y el afán de ser diferente. "Tenemos un idilio y un desamor con la normalidad. Cuando uno tiene, no sé, 8, 9 años piensa que su familia es lo más sensato del mundo. Y luego se da cuenta que su familia está completamente loca y que la normalidad está fuera, y trata de acercarse a ella. Y luego, a los 18, 19, busca desesperadamente... no sé si volver a la locura familiar, pero sí crear su propio mundo, estar al margen".

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