De libros

Muere a los 91 años Ramiro Pinilla, el fabulador humanista del País Vasco

  • Tras décadas en el ostracismo, el autor volvió con 'Verdes valles, colinas rojas', la gran obra de su vida.

Una complicación de la dolencia en el páncreas que padecía desde hace unas semanas provocó ayer la muerte del escritor y novelista bilbaíno Ramiro Pinilla, que el pasado agosto cumplió 91 años. El autor de Verdes valles, colinas rojas, la serie de novelas que lo devolvió a la primera fila, residía de forma habitual en Guecho, donde solía compaginar la escritura con el cuidado de un pequeño huerto en los terrenos de su casa.

El de Ramiro Pinilla es un peculiar caso de éxito fulgurante, paso atrás voluntario y regreso tardío por la puerta grande. Tras obtener un notable eco en los años 60 con Las ciegas hormigas, una novela por la que recibió en 1961 el Premio Nadal y el de la Crítica, el escritor prefirió luego, tras quedar finalista del Planeta en 1971 con Seno, seguir publicando, pero ya sólo en editoriales pequeñas y de escasa repercusión. Hasta que más de 30 años después de saltar a la fama, Verdes valles, colinas rojas, la trilogía compuesta por las novelas La tierra convulsa, Los cuerpos desnudos y Las cenizas del hierro y publicada entre 2004 y 2005 tras casi dos décadas de gestación, le valieron el Nacional de Narrativa y el Euskadi de Novela y, con los nuevos premios, su redescubrimiento por parte del público.

Durante esta segunda vida literaria, y siempre con Tusquets, publicó varias novelas más, La higuera (2006), Antonio B. el Ruso, ciudadano de tercera y Sólo un muerto más (ambas en 2009), Aquella edad inolvidable (2012), El cementerio vacío (2013) y la recentísima Cadáveres en la playa, tercera entrega protagonizada por su detective Samuel Esparta, un personaje que rendía homenaje a la novela negra americana del periodo clásico que tanto le apasionaba como lector; junto con las narraciones breves de Los cuentos (2011). Obras todas, como las anteriores a ésta y por supuesto y en especial como la trilogía Verdes valles, colinas rojas, impulsadas por un fuerte aliento moral y que componen un ambicioso fresco de la vida en el País Vasco contemporáneo, el marco en el que siempre ambientó sus historias (generalmente en el mismo tiempo, mediados del siglo XX), un territorio narrativo que era reconocible geográficamente pero también universal y propio, como el famoso condado sureño de Yoknapatawpha en la obra de Faulkner, al que admiraba especialmente, aparte de a Steinbeck, Caldwell o García Márquez.

Al contar ese mundo, Pinilla prestó especial atención a la amenaza que supone la industrialización para la vida tradicional y otras formas de arraigo: al proceso de descomposición de un mundo que va transformándose poco a poco. El que vivió él, que comenzó ganándose la vida como maquinista naval y empleado en la Fábrica Municipal de Gas de Guecho. "Lo que pretendo es hablar de la idea de libertad y del hombre con mayúsculas", dijo en una ocasión este escritor que siempre mostró una fuerte conciencia social. "Me gusta reflejar el esfuerzo, la épica que hay dentro de cada uno de nosotros", añadió.

Su voluntario ostracismo no supuso un alejamiento completo de la literatura, ya que durante esos más de 30 años compaginó su trabajo por las mañanas en la fábrica con la gestión, por las tardes, de la modesta Editorial Vasca Libropueblo que fundó junto a un amigo, que sólo distribuía en Bilbao y a precio de coste, y fue destruida en un atentado tras la publicación bajo su sello de un reportaje sobre las víctimas del terrorismo.

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