Cultura

Periodismo de campaña

  • Amanda Vaill realiza un recorrido en claroscuro por la Guerra Civil a través de las peripecias en ella de Hemingway, Capa o Arturo Barea.

Hotel Florida. Amanda Vaill. Trad. Eduardo Jordá. Turner. 556 páginas. 27 euros.

Hace unos meses, glosábamos aquí el Guerreros y traidores de Jorge M. Reverte, libro entre la biografía y el periodismo, abrigado por una sólida erudición, donde se trataba la vida del brigadista norteamericano William Aalto, cuya participación en la Guerra Civil española inspiró, en gran medida, el personaje principal de Por quién doblan las campanas. Ya entonces, tras la publicación de la obra, se acusó a Hemingway de literaturizar en exceso, convirtiendo en un drama épico y superficial el profundo desvalimiento y la atormentada violencia con que se habían enfrentado los españoles. Y es, precisamente, esa brecha abierta entre verdad y ficción, entre el periodismo y los hechos, que se le reprochó al Nobel, uno de los temas que vuelve a ocupar el presente libro; un libro, por otra parte, que desde su mismo título, Hotel Florida, remite de nuevo a Hemingway y a cuantos reporteros de guerra que se alojaron allí durante los días del Madrid asediado por la tropa franquista.

Hay otra afinidad, acaso de mayor importancia, entre la obra de Reverte y ésta de la norteamericana Amanda Vaill: ambos han acudido a una prosa periodística, informativa, escueta, de indudable eficacia, para narrar sus historias. En el caso de Reverte, los azarosos días de un brigadista, luego repudiado por sus antiguos compañeros de partido; en el libro de Vaill, la vida de seis personajes relevantes durante su estancia en la capital de España: Hemingway y su amante, la escritora Martha Gellhorn; los fotógrafos Robert Capa y Gerda Taro; el escritor Arturo Barea y su amante Ilsa Kulcsar. Del cruce apresurado de sus existencias, la Vaill ha querido extraer, no sólo una vívida impresión de la Guerra Civil, acudiendo a una numerosa bibliografía, utilizada con discreción y pericia; también un retrato del proceso mismo por el que unos intelectuales se involucran en una guerra lejana, haciendo de su oficio, no un fiel transmisor de los sucesos, sino una eficaz arma propagandística. Todavía hoy se sigue discutiendo si la famosa foto de Capa, donde un miliciano de camisa blanca aparece en trance de morir por un impacto de bala, fue un montaje o no; y las numerosas versiones ofrecidas por el fotógrafo húngaro no ayudan mucho a apuntalar la veracidad de su instantánea. En el caso de Barea, nos hallamos en el extremo opuesto: como censor del Gobierno republicano, su tarea era eliminar de las noticias adversas que la prensa extranjera mandara en sus crónicas. Hay una diferencia de grado, que los une y los separa a todos ellos, sin embargo. Lo que Barea vivió como la consunción de su país, como el bárbaro exterminio de sus compatriotas, apoyado por los totalitarismos foráneos y estrangulado por la no intervención de las democracias occidentales, para Hemingway y para Gellhorn, para Capa y para Taro (que murió aplastada por un tanque republicano en el frente de Brunete), no dejó de ser una aventura, fundamentada en el compromiso político, sin duda, pero de la que podrían desvincularse con relativa comodidad, cuando la guerra se volviera intolerable. No obstante, para Barea y para su familia, para su compañera y amante Ilsa Kulcsar, era la destrucción de un mundo -de su mundo- lo que se ofrecía a sus ojos.

De modo que cuando Barea, ya exiliado en Gran Bretaña, haga la crítica de Por quién doblan las campanas, titulará su escrito No es España, sino Hemingway, señalando así la distancia, quizá insalvable, entre lo que el escritor pudo ver como periodista extranjero y lo que aparece en sus escritos. A ello debe añadirse -como curiosidad, si se quiere- el comportamiento indecoroso de Hemingway cuando Dos Passos llegó a Madrid en busca de su traductor y amigo José Robles, asesinado por la policía política estalinista, y del que no había obtenido niguna noticia; entonces Hemingway le reprochó que anduviera haciendo preguntas incómodas sobre alguien que quizá hubiera obtenido su merecido. De fondo, en cualquier caso, está el espantoso drama de la Guerra Civil y un tema de indudable modernidad, personificado en los protagonistas de este Hotel Florida: la distancia, a veces inexistente, entre el periodismo y la propaganda. Y el residuo de verdad, la calcinante huella de unos hechos, que quiere ofrecerse con una verdad alterada. Ese problema insoluble -al menos en el periodismo- es el que se ofrece en este libro. Un libro, por otra parte, bien escrito, bien documentado, que reconstruye la complejidad y el encono de aquella hora -también el entusiasmo de quienes vinieron a morir aquí llevados de su idealismo-, con notable solvencia. Hay que decir, por último, que ninguno de sus protagonistas sale favorecido en exceso; si la guerra los enardeció, también los envileció con su guirnalda de sangre.

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