De libros

El joven héroe

'La ciudad mágica'. Trad. Nuria Reina Bachot. Berenice. Córdoba, 2014. 304 páginas. 15 euros

La llamada literatura infantil parte de una profunda verdad humana: la orfandad, el abandono, el áspero desamor de una madrastra, ponen al niño, no sólo ante la extrañeza del mundo, ante su arboladura hostil o misteriosa, sino ante la propia conciencia de sí, que hasta entonces había crecido pegada al seno hogareño. Sobre esta escisión están construidas las fábulas y cuentos que conocemos; sobre esta pérdida viene a fundamentarse la construcción del niño como héroe infantil, toda vez que supere las pruebas que le irán saliendo al camino. Esto es válido para Ulises y es válido para Caperucita roja. De modo que cuando el héroe vuelva, lo hará convertido ya en una persona distinta; una persona prestigiada por la adversidad, atezada por la aventura y fortalecida en su carácter.

Esto es perfectamente aplicable a La ciudad mágica de la escritora británica Edith Nesbit. Si bien es fácil distinguir el aire de época, y el mundo concreto que le dio vida, no es menos cierto que la eficacia de este relato fantástico reside en el infortunio de su protagonista y en las numerosos obstáculos que habrá de sortear para recuperar el cariño y la seguridad perdidas. Dicho mundo, por otra parte, no es otro que aquél que Nesbit comparte con Lewis Carrol, Hodgson Burnett, James Barrie, Salgari, Jules Verne o el propio Stevenson de La isla del tesoro. Se trata del XIX colonial en el que las grandes lejanías del Oriente suscitaron en las metrópolis occidentales una duradera ensoñación donde la aventura, el peligro y el misterio se dieron la mano, a veces, con lo trascendente. No otra cosa hace Nesbit en La ciudad mágica que trasladar a sus jóvenes protagonistas a una geografía remota, con vastos desiertos, selvas extrañas y ruinas colosales, en la que sus jóvenes protagonistas habrán de probar la nobleza y la honradez de sus temperamentos. Que tales pruebas sirvieran, de paso, para mostrar la superioridad y la eficacia de la era Victoriana, con su profusa actividad fabril, es algo secundario (en este sentido, véanse las estupendas ilustraciones originales, obra de H. R. Millar). Lo decisivo, como ya se ha dicho, es que Nesbit conoce la ensoñación infantil, el arraigado temor de donde mana, y con ello ofrece a la inteligencia impúber, a través de la magia, una versión clara y accesible del mundo. Asunto éste, como es sabido, que es parte principal en la función y en la secular vigencia de los mitos.

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