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Cultura

En busca de lo no vivido

  • A partir del recuerdo de familiares a los que no conoció o con los que apenas tuvo trato, las historias de Vicente Valero proponen una aproximación a la memoria de los antepasados.

Los extraños. Vicente Valero. Periférica. Cáceres, 2014. 176 páginas. 16,75 euros

No podemos llamarlo novela, pues ni se trata de ficción ni su estructura en capítulos diferenciados ha pretendido enhebrar un relato de conjunto. Son retazos de un legado en buena medida oral con los que el escritor ibicenco Vicente Valero ha abandonado por esta vez los terrenos de la poesía o el ensayismo para montar, con apenas unos trazos, una narración sobre esos personajes secundarios pero no menores que abundan en todas las familias y alimentan la fantasía de las generaciones, convertidos con el tiempo -incluso si sus vidas fueron trágicas o malogradas- en fantasmas entrañables. De ellos trata este libro conmovedor donde Valero aborda los contornos imprecisos pero tan sugerentes de la memoria familiar, que en realidad está siempre habitada por "extraños" aun cuando lo sepamos todo -si tal cosa fuera posible, incluso referida a los vivos- de los muertos que nos miran desde las viejas fotografías o nos siguen hablando desde los relatos mil veces escuchados.

En consonancia con los felices tiempos en los que no nos dedicábamos a documentar en imágenes cada uno de los días, que han perdido por esta inflación parte de su aura o de su cualidad sagrada, se trata a menudo de rostros sin formas definidas como el del primero de los "extraños" convocados por Valero, ese "abuelo desconocido" que iba para abogado pero se convirtió en ingeniero militar, murió prematuramente de neumonía y cuya trayectoria visible se limita a unas pocas pistas borrosas. Otras veces hubo trato personal, aunque ya remoto, como lo tuvo el narrador con el tío ajedrecista que aparece un día por sorpresa en la Ibiza del tardofranquismo, cuatro décadas después del último encuentro con su medio hermano. Pero en todo caso los espacios permanecen, medie o no el recuerdo directo, y por ejemplo el tercer "extraño" rememorado por Valero -un tío abuelo bailarín, exseminarista, homosexual, regresado a la isla después de una vida errante y largos años de estancia en México- habitó la casa donde el narrador está escribiendo su semblanza. El cuarto y último de los personajes resucitados en estas páginas es otro tío abuelo, comandante del ejército leal, ateneísta, vegetariano e iniciado en la teosofía, cuya historia se ha transmitido a través de las dolorosas huellas -"en las heridas y en las cicatrices"- que dejó entrever el padre.

Existencias truncadas o aventureras o excéntricas o interrumpidas, en muchos sentidos ajenas pero a la vez íntimas, portadoras de sentidos que pueden ser comunicados con unas pocas pinceladas, llenas de huecos que sólo cabe conjeturar por los efectos. Al hilo de estas vidas desvencijadas y reconstruidas a partir de "fragmentos rotos", que Valero recuerda pero también investiga -"Una biografía, como la salida de un laberinto, es también, en primer lugar, el inicio de una búsqueda"- el narrador alude a episodios clave de la vida española -la desventura colonial en Marruecos, el corte de la Guerra Civil, el largo exilio republicano, los nuevos aires de los setenta- y aporta algunas notas que religan el tiempo viejo con sus propias vivencias, por ejemplo a propósito de la insularidad -difícil irse, difícil volver- o de una sensación de extrañeza que el autor ha sentido como compañera de viaje.

En el plano formal, la muy cuidada prosa de Valero llama la atención porque huye del registro meramente enunciativo que se ha impuesto en buena parte de la narrativa reciente: frases cortas y sintaxis plana en aras de una agilidad que muchos escritores, incluso los buenos, parecen considerar como una suerte de obligado peaje para ser leídos. Frente a este fraseo anémico e intercambiable, pero sin caer en las veleidades líricas que a menudo caracterizan las novelas de los poetas, Valero no teme a las subordinadas ni prescinde de los incisos. Algunas de sus oraciones tienen un delicado regusto proustiano -aunque el tiempo del que aquí se habla sea el no vivido- de modo que la música, elaborada pero no artificiosa, se hace indisociable de lo que sugiere. Lejos de la retórica y sabiamente dosificado, el discurso de Los extraños fluye con absoluta naturalidad y no compite con las historias, abordadas con la piedad de la que habló el poeta Wordsworth respecto al niño que fuimos y nos ha engendrado. Son historias anteriores a ese niño, pero escuchadas desde la infancia y por lo tanto parte de ella. Esbozos de una autobiografía indirecta, alta mínima literatura.

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