Cádiz

Todo lo que la bella torre esconde

  • El monumental mirador nace en una casa palacio del siglo XVIII que ha vuelto a recuperar su esplendor de antaño gracias a su actual propietario

Oculta y enigmática, además de bella. La torre que nace en el número 13 de la calle José del Toro y que se esconde de los ojos de los transeúntes es única en el horizonte gaditano. Su planta octogonal, su monumental fachada adornada con pinturas esgrafiadas y azulejos, y sus pilastras le otorgan esa singularidad, a la vez que un halo de misterio que el propietario de esta construcción cree haber desvelado.

¿Por qué la Bella Escondida es tan diferente al resto de las torres miradores de Cádiz que aún se conservan? Porque, a diferencia de las demás, no nació vinculada al mar, sino a la fe. Y no se levantó para observar, sino para ser observada.

La Bella Escondida fue erigida en el primer tercio del siglo XVIII para que fuera admirada por una mujer, la hija del propietario del palacete de José del Toro. El progenitor la mandó construir para que su joven descendiente, que había ingresado en el convento ubicado en la calle Feduchy, pudiera contemplarla desde el patio de su nueva morada. Tal monumento le haría sentirse orgullosa de su familia, y le proporcionaría la suficiente fuerza para soportar los votos de castidad, obediencia y pobreza.

Ésta es la hipótesis que defiende el actual dueño de la construcción, Manuel Morales de Jodar. El escenógrafo y decorador sevillano comparte esta leyenda cuando sus pies ya han dejado atrás los peldaños de la escalera caracol que la rojiza torre envuelve y mientras su vista acapara Cádiz desde el último piso de la Bella. Desde allí arriba se contempla parte del patio y varias de las ventanas de ese convento de las concepcionistas franciscanas, una imagen que no sería posible si la torre se hubiera construido a ras de la fachada principal del palacete.

Morales de Jodar, un apasionado del patrimonio histórico y artístico, se ha propuesto despejar la incógnita sobre el origen de esta oculta y enigmática -además de bella- edificación; y aunque sus investigaciones le han llevado a esa hipótesis, está convencido de que ésta se confirma en las escrituras de la noble finca, de ahí que sus abogados estén realizando gestiones para encontrarlas y conseguirlas.

Los muros de esta casa datada en el año 1730 no sólo esconden la esbelta torre, sino también un palacio que ha recuperado su esplendor de antaño gracias a un minucioso y arduo trabajo de reforma y restauración. "Me enamoré de esta casa porque estaba en ruina, in articulo mortis", comunica el propietario. Se entretiene en explicar que la primera vez que visitó el palacete no lo hizo con la intención de comprarlo, sino de adquirir una cama que podía haber pertenecido a San Francisco de Asís. "Nos habían hablado de esa cama y de que podía encontrarse aquí, así que vinimos a buscarla. Y cuando vimos la finca, nos enamoró. Estaba en venta y en ruina, y decidimos comprarla, aunque lo primero que hicimos fue apuntalarla porque se caía. Las escaleras y el segundo piso se venían abajo. Tuvimos que levantar la escalera entera y meter una forja de hierro y hormigón", relata gesticulando con tono dramático, reviviendo aquellos momentos de hace ya seis años.

De esa decadencia que contemplaron los ojos del decorador nada queda ya. Todo es ostentación en un edificio donde el tiempo parace haberse detenido en la época isabelina. Fue en 1860 cuando se realizó una reforma en la casa transformándola en isabelina, tal y como recoge la Guía de Arquitectura de Julio Malo de Molina y Juan Jiménez Mata.

El patio de entrada seduce por su impoluto y original suelo de mármol, por sus balcones modernos, por el restaurado farol de gas que cae de las alturas, por dos exornos que son copas rebosantes de frutas que originalmente lucían en la fachada del inmueble, por la Cruz de Calatrava que custodia el umbral, y sobre todo por los dos cuerpos de la majestuosa escalera de mármol enmarcada por tres arcos y sus correspondientes columnas. Sin olvidar los corales que 'florecen' a los pies de las escaleras en dos llamativas copas azules.

Bajo el tercer arco, el central, se accede a un pequeño almacén -antigua carbonera- y a dos aseos que ha añadido el actual propietario bajo los huecos que dejan los dos cuerpos de escaleras.

"En el rellano había una magnífica consola con un angelote de mármol y dos copas también de mármol que compró la Duquesa de Alba cuando la casa aún estaba en venta", comenta el empresario de camino hacia la primera planta. Es ya en ella cuando apunta que la finca está dividida en tres casas y existen, por tanto, otros dos propietarios.

A la pregunta de cuántas dependencias posee en total la finca, responde un sorprendente: "Ni idea". "En la película El gatopardo se dice una frase muy bonita: Si se sabe el número de habitaciones que tiene una casa, no merece la pena vivirla", sonríe. Y tras una breve pausa, añade: "Dispone de las suficientes como para que tengamos desahogo".

Siguen las sorpresas por doquier. El techo de la escalera, en su primer tramo, es de caoba labrada, igual que las puertas de de las plantas principales. Y una venus púdica del siglo XIX que el decorador adquirió en Italia preside la primera planta. La vista se alza para admirar esa voluptuosa escultura de unos dos metros de altura, y luego sigue trepando por unas paredes decoradas con cuadros y que, a una altura superior, alrededor de arcos cegados, lucen elementos arquitectónicos pintados sobre el propio muro que aportan la sensación de relieve. El techo queda lejos, muy lejos, y una lámpara se aferra a él mediante un vigoroso y prolongado cordón.

Ahora toca abrir puertas. Y sin que uno se lo proponga, los ojos y la boca también se abren de par en par ante tal frondoso paisaje de alfombras, tapices, candelabros, jarrones, porcelanas, lámparas de cristal de murano, chimeneas, vitrinas, vajillas, cristalerías, figuras, espejos, relojes y muebles conservados en perfecto estado a pesar de sus siglos de vida. Fastuosidad... en cada metro cuadrado.

El anfitrión muestra amablemente cada rincón de su casa-museo, aunque pide precaución con los objetos que asoman y con sus alfombras centenarias.

A cada paso, surge una pregunta: "¿Y estas impresionantes lámparas?". "Son de cristal de murano, una del siglo XVIII y la otra del XIX. Traídas de Italia". "¿Y esta pequeña guitarra?" "Tiene su historia, es la más antigua que se conserva en Cádiz. Le tengo especial cariño". La mayoría de sus respuestas sobre esas joyas están desprovistas de exornos. Morales de Jodar es preciso, concreto en sus contestaciones. Quizás porque prefiere que sean sus propios tesoros los que hablen por sí mismos.

En cambio, su voz se enciende y se resquebraja cuando profundiza, por ejemplo, en el patrimonio gaditano. Le duele en exceso que el patrimonio de palacetes y fincas nobles termine en manos de anticuarios. Que los azulejos, las puertas, los suelos de mármol, las columnas, etc. sean arrancados de esos palacios. "Es necesario respetar el patrimonio. Una casa palacio como es ésta no puede convertirse nunca en partiditos, y eso es justo lo que se está haciendo en Cádiz con otras casas, además de restauraciones bestiales. Aquí los políticos pasan como apisonadoras por encima de la cultura, cuando deberían hacer todo lo posible por protegerla e incluso mejorla", expone a viva voz e incluso acompañando sus palabras de aspavientos.

El recorrido continúa y atrás quedan ya los distinguidos salones, así como una confortable y vivida sala que conecta con el dormitorio.

El dormitorio principal del palacete está presidido por esa majestuosa cama que condujo al decorador a José del Toro, 13. Una robusta cama de madera, alta, de grandes dimensiones y perfectamente conservada. En definitiva, una joya sobre la que se derrama el color verde botella, al igual que en las paredes que la rodean y que también están salpicadas de cuadros y valiosos adornos.

Al fondo, una puerta de espejos comunica con otro espacio: un cuarto de baño cuanto menos sorprendente. Sorprendente por estar vestidas sus paredes de anchas rayas amarillas y lilas, por su cortinaje, por su lámpara de lágrimas, por la pintura que emerge de la bañera para posarse sobre la pared, por la moderna cabina de ducha con sistema de masajes que hay junto a ella, y por el impecable uniforme militar de época que custodia la puerta. Un mundo aparte.

La casa del escenógrafo aún esconde más estancias y, por supuesto, más sorpresas. Para verlas hay que desandar lo andado, cruzar otra puerta y subir por una escalera caracol que no deja indiferente. Tras una ventana enrejada se vislumbra la cocina, aunque el propietario no hace parada en ella, sino que prosigue conquistando peldaños para acceder a otros dos dormitorios y a sus respectivos cuartos de baño. Las paredes de estas habitaciones están decoradas con escayolas venecianas y dos de las camas -hay dos en cada una de las dependencias- son de mediados del siglo XVIII, mientras que las otras son de principios del siglo XIX y traídas de Portugal. El lujo también cuelga de las paredes y del techo de los aseos en forma de cuadros y lámparas.

Y de esas camas pasa a las tumbonas que se esparcen por la azotea de la finca y a la que se accede a través de la renovada escalera caracol que el esbelto mirador barroco esconde en su interior. Una vez en la azotea, en este espacio a cielo abierto, resulta difícil decidirse: ¿mirar hacia arriba para examinar atentamente a la Bella o pasear la vista por ese horizonte gaditano poblado de torres miradores? La mejor opción, la primera. La segunda es preferible dejarla para cuando nuestras cabezas coronan el punto más alto de la Escondida.

Pero observar con detenimiento la piel de este monumento no resulta tan placentero ni causa tanto deleite como podía presuponerse en un principio. A escasa distancia es cuando tomas conciencia de que el castigador paso del tiempo y el aún más dañino abandono están perturbando su hermosura.

Desconchones varios. Azulejos resquebrajados. Azulejos descoloridos. Azulejos ausentes. Grietas. Ladrillos que asoman sin permiso. Esgrafiados borrosos y sin continuidad. Barandales recubiertos de óxido. Suciedad incrustrada. Humedad visible...

La belleza de la oculta y enigmática torre pierde fuerza en la cercanía. El esplendor que lució en el siglo XVIII y épocas posteriores se desmorona sin que nadie haga nada por impedirlo.

El propietario de esta joya protegida y, por tanto, intocable para las manos de un particular, lleva tiempo pidiendo a las administraciones que se impliquen en su rehabilitación. Pero ahí sigue ella... Oculta. Enigmática. Bella. Y olvidada.

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