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Cádiz

Dentro del podio, fuera del podio

  • La escasa representación de autoras en la concesión de premios literarios choca con su peso en las listas de libros más vendidos La brecha por géneros afecta tanto a galardones de carácter nacional como local

La Biblioteca Nacional, la Federación de Mujeres Directivas y la Asociación Clásicas y Modernas organizan el primer Día de las Escritoras el próximo 17 de octubre: una fecha destinada a reivindicar a las autoras frente a la invilibilización y el olvido. La brecha actual entre reconocimiento literario y presencia en las listas de ventas es uno de los ejemplos más recurrentes al respecto. 

Por supuesto que Dickens tenía, como diría Virginia Woolf, un espacio propio para escribir. Si no era en la redacción de un periódico, era en su estudio. En la  biblioteca de su casa, en Doughty Street, exhiben incluso un atril en el que se ponía a escribir cuando el cuerpo le dolía de pasar tantas horas sentado. Si uno visita la Casa Museo de Jane Austen, en Bath, también puede ver el rincón en el que la escritora trabajaba: una diminuta mesa de juego cerca de la entrada principal, que le permitía esconder lo que escribía fácilmente si escuchaba entrar a alguien. 

 

Puede que esa imagen pueda explicar, bastante gráficamente, una de las causas del gran misterio del panorama literario español: por qué, si hay más mujeres licenciadas en carreras de letras, más mujeres trabajando en el mercado editorial y son mayoría las mujeres lectoras frente a los hombres lectores, la presencia de nombres femeninos en los premios literarios es pírrica cuando -teniendo en cuenta todos estos datos y por pura lógica- deberían existir al menos tantas escritoras como escritores.

 

El año pasado, el Observatorio Cultural de Género de Cataluña publicaba un estudio sobre la concesión de premios literarios a autoras, incluyendo premios comerciales, y el porcentaje llegaba al 18%.  La cifra no se supone muy distinta en el resto de regiones. 

 

Quizá sea cierto -tomando como referencia esa imagen gráfica, tan diferente, entre los espacios de trabajo de Dickens y Austen- que las mujeres envían menos ejemplares a los certámenes, ya sea por falta de confianza -por experiencia personal, después de años entrevistando a autores, quienes parecen estar más convencidos de lo que hacen son, por general, hombres-; por falta de tiempo propio - que es otra forma de espacio, y no me hagan sacar las tablas de conciliar- o por desidia ante un panorama de "premios macho", que diría Cristina Fallarás. "Dieciséis mujeres entre 187 premiados si juntamos los premios Cervantes, Nacional de las Letras, Nacional de Narrativa, de Poesía y de Ensayo", recordaba la actual directoria de Diario 16. Sea como sea, por muy poco que las mujeres se animen a escribir, no puede ser tan poco. 

 

La brecha que señala Fallarás la recoge el propio Ministerio de Cultura en el informe Mujeres y cultura. Políticas de igualdad, elaborado hace ya cinco años. Sólo en los premios otorgados por el  ministerio hasta 2011, únicamente el 9% de los galardonados con el Nacional de Poesía eran mujeres; el 6%, en el Nacional de Narrativa; el 5%, en el de Literatura Dramática y el 3%, en el Nacional de Ensayo. Sólo en el Premio de Literatura Infantil y Juvenil, el porcentaje ascendía hasta el 21% -lo que no deja de ser también sorprendente, siendo un género de amplia presencia femenina-. Desde entonces, los porcentajes pueden haber variado, pero tampoco mucho: en 2015, cuatro mujeres se unieron a la lista de Premios Nacionales de Cultura (Carmen Riera, Laila Ripoll, Leticia Costas y María José Montiel) y en 2014, el Premio Nacional de Periodismo Cultural fue a parar a Ana Mendoza (que no ha podido firmar más crónicas de Efe porque es virtualmente imposible). El Premio Nacional de Cómic, en sus once ediciones, no ha conocido mujer.  

 

No es cuestión de proponer políticas cremallera ante el reconocimiento de la valía, sino de estar atentos ante las inercias de poder -como ha sucedido, por ejemplo, en la última edición de la Semana Negra de Gijón-. En juego, en primer lugar, está la cuestión de la visibilidad: si una niña nunca ve a una mujer astronauta, difícilmente va a pensar que puede ser astronauta, o que ser astronauta no está vedado. Si raramente se ve a una autora en las listas de premios literarios, la conclusión es obvia:   no es tanto que las mujeres no escriban -pues las listas de libros más vendidos están salpicadas de autoras- sino que están fuera de la excelencia. No existen para el prestigio. Lo suyo es, siempre lo fue -ese el mensaje implícito que se transmite con esto- escribir novelitas (románticas), cuentecillos (para niños), cosas, en fin,  "agradables", "intranscendentes". De mujeres.  

 

Desde el Observatorio Cultural de Género, se apunta como una de las posibles causas de la brecha en el reparto de premios la poca diversidad de los jurados, formados mayoritariamente por hombres. Y es cierto que cualquiera sabe cómo funcionan las redes de poder. O las redes de influencia, que vienen a ser lo mismo. Quien está dentro de un círculo se relaciona con los de ese círculo, recuerda quiénes son, tal vez se va de copas con ellos, sabe un poco de su vida. Los tiene de referencia. Si ese círculo lo integran siempre los mismos nombres, casi todos, masculinos, es fácil prever el resultado:  los techos de cristal y la invisibilización laboral de la mujer pasan también por esta mecánica. El reconocimiento literario no hace más que replicarla. 

 

Los premios comerciales, es cierto, muestran más apertura a la hora de reconocer una obra o a un autor con firma femenina. No son ajenos a la realidad que marcan las ventas, un cuadrilátero en el que la paridad se observa como algo real, como si el mundo no estuviera desnivelado. Ahí tenemos a J.K. Rowling, absoluto peso pesado, envuelta en un batín con los colores de Hogwarts que avala sus 450.000 millones de copias vendidas. O la perturbadora Gillian Flynn, que ha vendido dos millones de copias con Gone Girl y lo ha convertido en el tercer libro electrónico más vendido de la historia. O Paula Hawkins, que ha vendido seis millones de ejemplares de La chica del tren, cuya versión cinematográfica se estrena la semana que entra en España. O las nacionales: Dolores Redondo y su Trilogía del Baztán y su inspectora Salazar, a la que pondrá rostro Marta Etura; o María Dueñas, que ha firmado dos de los libros más vendidos en nuestro país en los últimos años; o autoras de largo alcance y ventas seguras, como Julia Navarro o Almudena Grandes.  

 

No siempre la presencia de un sello editorial garantiza, sin embargo, una mayor disposición hacia las autoras. Ni la testosterona en los premios tiene carácter exclusivamente nacional: un simple repaso a algunos de los galardones literarios que se otorgan en Cádiz, por ejemplo, sirve para constatar porcentajes tanto o más irrisorios. El Fernando Quiñones de Novela, en sus XVII ediciones, sólo ha premiado a una mujer (Juana Salabert); el Premio Iberoamericano de Relato, en sus doce ediciones ha galardonado a dos autoras (Patricia Suárez y María Fasce); el Premio Unicaja de Poesía y el Unicaja de Artículos Periodísticos, que también se otorgan en la capital gaditana, sólo han reconocido -refiriéndonos a convocatorias de los últimos quince años- a tres autoras en el primer galardón (Raquel Lanseros, Josefa Parra y Cristina Peri Rossi); y cuatro, en el segundo (Tereixa Constenla, Eva Díaz Pérez, Sofía Pérez Bustamante y Luchy Núñez).

 

Desestimando la asignación a dedo, quedan dos explicaciones posibles, y las dos pasan por la  invisibilidad de género. Un primer caso implica que el jurado lee todos los originales enviados y realiza una criba en común entre los finalistas. Es muy raro el concurso que no se desarrolle mediante seudónimo y plica, pero aun así, en general los autores tienden a ponerse un alias con su mismo género. Si no lo hacen, lo más inusual es que un hombre firme como mujer; lo contrario, en todo caso -dado la propia epidemiología de todo el sistema-, es más común. Puede que las leyes de la probabilidad jueguen a favor de los varones. Sí, puede ser, pero con porcentajes tan anoréxicos, están jugando a machacar y como nunca se ha visto.

 

En un segundo caso, cada miembro del jurado llega con un favorito que ni siquiera tiene por qué salir de entre la criba de originales. Y cada miembro del jurado, según su poder de convicción o factual, intenta hacer ver a los demás, cual Doce hombres sin piedad, que su opción es la más adecuada. En esta opción, ni siquiera se podría convocar el comodín del público de unas caprichosas leyes de la probabilidad: las autoras son invisibles ante los convocantes con premeditación y alevosía.

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