Jueves Santo Horarios, itinerarios y recorridos del Jueves Santo y Madrugada en la Semana Santa de Cádiz 2024

Jerez

Chocos de colores

  • Recorrido con vista, oído, olfato, tacto y mucho gusto por el nuevo Aponiente

EN mi próxima vida, cuando me reencarne o me reenverdure, me da igual, me gustaría ser nieto de Angel León. Qué suerte tendrán esos niños cuando su abuelo les prepare un caldito de esos que quitan todos los males, hasta los del sentío.

El nuevo menú de 31 platos que el cocinero afincado en El Puerto de Santa María estrenará la próxima semana en su nuevo restuarante de El Puerto está repleto de caldos, de esencias maravillosas en estado líquido, que huelen, como los pasodobles de Martínez Ares, a agua de mar. Cuentan las historias, esas que nunca sabes si son verdad o mentira, que en Barbate, en la Posguerra, cuando no había na de ná, había gente que hacía un "arroz con piedras". Metían en una cacerola el agua de mar con unas cuantas piedras bien bañadas de salitre  y cuando aquello había pegado un "jervío", se sacaban las piedras, se metía arró y aquel caldichi sabía como a mero, pero sin que este apareciera por ningún lado.

 

Quién les iba a decir a aquellos barbateños que un día, un caldo con la misma esencia, el agua de mar, sería una de las estrellas de un restaurante con dos estrellas Michelín. Uno de esos caldos maravillosos de Angel León está hecho con eso, con agua de mar, agua de mar hervida y congelada en nitrogeno líquido para quitarle cualquier  bacteria chungaleta. El cocinero la presenta para colmo en una especie de piedra caletera, en la que se simula perfectamente hasta el verdín que las recubre. La obra en plato se la ha hecho un artesano afincado en Cataluña, Gonzalo Ramírez, que ha sido capaz de esculpir una especie de piedra de las que nos encontramos por las playas. Tiene un boquete en medio donde va la sopa increíble. Por un lado te viene el recuerdo del ajo blanco malagueño y por otro la sopas de mariscos que triunfaban en los restaurantes de finales del siglo XX, cuando se comía de dos platos y postres. El agua de mar llega hecha como una especie de roca blanca. El efecto se consigue congelando en nitrógeno el agua. Las rocas blancas se alternan con otras verdes, a las que les ha añadido su gran descubrimiento para lo que es comé, el plancton marino, que hasta ahora sólo se comían los camarones... que siempre han demostrado que son más listos que el hambre. En el plato que simula la roca de La Caleta con verdín aparecen también pedacitos de mejillones, de berberechos y de chirlas, todo peladito, para que le metas la cuchara con tranquilidad. El camarero, en la mesa, le pone por encima un caldo hecho con más chirlas... yo quiero ser nieto de Angel León.

 

El cocinero le ha puesto más corazón que nunca al nuevo restaurante que comenzará a funcionar ya con público el próximo miércoles día 2 de septiembre. La expectación es tal que ya está casi todo reservado durante septiembre y octubre y eso que hay entre 40 y 45 plazas por comida. Hay guiños a El Puerto de Santa María, muchos guiños. Guiños a los esteros, a los guisos marineros, a las salinas, en medio de las que se encuentra el nuevo establecimiento que ocupa un antiguo molino de harina que se movía con el agua del río Guadalete que pasa por debajo, guiños también a su antiguo local de la calle Puerto Escondido.

 

Al nuevo restaurante se accede por un túnel que hay junto a la estación de trenes de El Puerto de Santa María. Está en un pequeño polígono industrial algo abandonado. Probablemente todo cambiará con la llegada de Aponiente. La puerta del nuevo establecimiento es una visión moderna de una de las norias que movían el molino. Como el resto de la decoración del establecimiento, la noria hecha en hierro envejecido ha sido realizada por el escultor Javier Ayarza. Luego una especie de jardín, pero en vez de flores, lo que hay son piscinas de sal, como simulando unos esteros. Ya se divisa desde ahí el antiguo molino, una nave a dos aguas, con unos muros de esos gordos que se levantan hasta los siete metros.

 

Buenas tardes. Saluda una joven tras un mostrador. Es alta y guapa... hay que dar todos los datos. Es la encargada de abrir el espectáculo. Del techo cuelgan extrañas lámparas que simulan algas diatomeas. La luz de Cádiz entra por los ventanales.

 

La comida empieza en la bodega del restaurante, una estancia acristalada y cuyas paredes están formadas por 600 botellas, muchas de ellas jereces, que descansan tumbadas hasta ser elegidas para lucirse en el espectáculo. Juan Ruiz Henestrosa, titulado por la Escuela de Hostelería de Cádiz y nombrado en 2015 mejor somelier del año por la Academia Internacional de Gastronomía te recibe con una copa de fino en rama de las bodegas Gutiérrez Colosía de El Puerto, nada de vinos franceses, ni champagnes, ni emergentes australianos... vino de El Puerto de Santa María, que aquí hay muchas cosas que lucir. Un camarero se acerca con una tortillita de camarones para acompañar.

 

Tres metros más allá, hay un pequeño mostrador de madera, como si fuera una minúscula barra de bar. La barra está casi incrustada en un balcón que da a las salinas. Otro cocinero te ofrece más tapas. Siguen los guiños. Homenaje a Fernando Córdoba, al profesor portuense de Angel León, el que le enseñó como hacer el pargo jugosito. León versiona unas empanadillas con alboronía de su profesor.

 

El comensal es invitado a seguir su recorrido. Por el pasillo que recorre se ve la panadería o una estancia, todo acristalado, donde se limpian los pescados. En Aponiente no hay carne... ni un bistelito para los chiquillos. La vista se te va, sin quererlo, para la cocina, un espectáculo. Una veintena de cocineros, todos perfectamente uniformados, con los gorros esos largos que se ven en las películas, trajinan delante tuya. El único ruido que se escucha es el del movimiento de las sartenes . La empresa gaditana Unic se ha encargado del montaje de los equipos hechos especialmente para Aponiente en Suiza.

 

Al lado de la cocina una mesa especial, metida en una urna de cristal para los que quieran vivir la experiencia más cercana. Con cuatro tapas ya en el paladar, los camareros ya te invitan a sentarte en la mesa. 14 se encargan de atender la sala, todos con unas llamativas pajaritas hechas de madera, incrustadas en trajes de chaqueta color añil. Tendrán mucho trabajo. Te servirán 27 platos y cada vez te cambiarán los cubiertos, cuchara y tenedor porque  en Aponiente no hace falta cuchillo. Estarán atentos a llenarte las copas y que no te falte pan y te indicarán el al fondo a la derecha si le preguntas por el servicio… porque eso siempre es igual en todos los bares sea Casa Manolito o Aponiente. Nada puede fallar porque la gente que va Aponiente es de postín. El cubierto sale a 170 euros, el de 31 platos y se puede tomar uno de 26 por 150. Si se quiere acompañar con la selección de vinos de Juan Ruiz Henestrosa la cuenta sube en otros 35.

 

Te describo el comedor en cuatro frases. Paredes de piedra ostionera. Muchos ventanales. Por la noche el espacio se ilumina con luces de colores. "No os lo podéis perder" señala  Basilio Iglesias Lobatón, de Bia arquitectos de El Puerto, el arquitecto que se ha ocupado de coordinar las obras del restaurante. Hay una decena de mesas, cubiertas con manteles blancos. Las sillas tienen forma de cola de pez, forma de lisa, por concretar, puntualiza Angel León. En el centro de la escena, una sirena de piedra colgada del techo. Es una especie de fetiche del cocinero, la misma figura que tenía en el Aponiente de la calle Puerto Escondido y que ahora preside el comedor. Sobre cada mesa unas lámparas con cristales de esos como de lágrimas, transparentes, que simulan calamares nadando en el mar.

 

Un camarero se acerca con una mesa móvil en la que están las famosas chacinas de pescado del restaurante. Primer aperitivo y otro guiño más a El Puerto. A la mesa llegan una especie de merluzas "rebozás". El cocinero sonríe: "Son un homenaje a las pavías de Casa Paco Ceballos", los "portaviones" de merluza rebozá que se han convertido en un monumento gastronómico de El Puerto y con casi ya medio siglo de antigüedad. La versión de León es una especie de merengue seco hecho con clara de huevo tintada que lleva en su interior un tartar de pescadilla. El pescado está jugosísimo y en ningún momento tienes la sensación de que está crudo.

 

Otro camarero de pajarita de madera se acerca a la mesa con una fuente blanca. Mi mente calenturienta sueña con que venga rellena de ensaladilla. Siempre he soñado con fuentes rellenas de ensaladilla. Pero el relleno es aún mejor: Con ustedes los chocos de colores. En la fuente, como si fuera una pintura aparecen daditos de color verde, rosados o amarillos. Son chocos tintados con espinacas, hierbabuena, jengibre o remolacha. Hay también granos de maíz y pequeños trozos de rábano picante. Sobre la paleta de chocos de colores le ponen una sopa de maíz aromatizada con vinagre de Jerez. Si uno no se hubiera educado en un colegio de curas, me levanto y le doy dos besos en los mofletes al cocinero. Cada dadito sabe diferente... jamás disfruté tanto con un caldo (perdona mama)... bueno hasta que llegó otro a la mesa  con huevas de maruca y tirabeques (la versión fina de las habichuelas verdes), otra birguería.

 

La comida en el nuevo Aponiente durará más de dos horas, dos horas de tapeo con continuas sorpresas. Por ponerte te ponen hasta escamas de sardinas, exquisitas, acompañadas con berenjenas y un minúsculo trozo de lomo del pescado ahumado. Y también, con perdón, hay carajo de mar. Espardeñas le dicen en Cataluña. Van cortadas como en "espaguetis", muy finas y se acompañan de una salsa holandesa (una especie de crema) hecha con plancton y unas láminas de cebolla confitadas al oloroso. Por el escenario de platos de formas imposibles y copas de diseño van pasando eternos secundarios de la cocina gaditana como las ortiguillas, la caballa en adobo o las lúas, los calamares más modestos, a los que sólo se les permite salir a escena en guisos con papas y que aquí se exhiben, elevadas al estrellato, en una especie de albóndiga imposible que, al masticarla en la boca, te estalla con fuegos artificiales de calamares.

 

León es partidario de los finales de película impactantes. En el nuevo Aponiente saca a escena a una de sus actrices favoritas, la morena, a la que viste de guiso de caza francés, el civet. La peculiaridad de este plato es que la salsa se hace con la sangre del animal. Aquí, León utiliza también sangre de morena (la que se mete en adobo, aclaro) para espesar la salsa de verduras y vino. En el plato, parece que lo que te sirven es un bombón, pero es un guiso y lo cierto es que el plato está exquisito.

 

El espectáculo tiene sorpresa final... en forma de postre. Sale a escena un pepino, que sí, quillo, un pepino. El cocinero lo sirve en varias texturas, aunque llama especialmente la atención un sorbete que elabora con él. Luego toca pera, también en helado. Está tan logrado que parece que te la estás comiendo a bocaos. Pero si creías que ya lo habías visto todo, en este festival de los pobres elevados a estrellas mundiales, se cuela el higo chumbo, "los reondos y durses" de León vienen con truco, un juego memorable cuando descubres que las incómodas pepitas del más humilde de los postres veraniegos, son en verdad minúsculos trozos de chocolate. Pa mí que lo de las dos estrellas Michelín no es casualidad.

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