Cádiz

Fallece el obispo de la renovación

  • Antonio Dorado Soto murió ayer en Málaga a los 83 años de edad. El toledano llegó en 1973 a la Diócesis gaditana con el objetivo de acercar la Iglesia a la sociedad Dotado de una gran inteligencia, consiguió ganarse a los largo de dos décadas a todos los estamentos

Antonio Dorado Soto, obispo de Cádiz durante dos décadas, falleció en la mañana de ayer en Málaga, de cuya diócesis era obispo emérito, a la edad de 83 años. Nacido en Uda, Toledo, Dorado Soto fue uno de los más significativos representantes del aggiornamiento de la iglesia española promovida desde el Vaticano por el Papa Pablo VI, con el objetivo de acercarla a la sociedad en los difíciles años del final del franquismo, y con el cardenal Enrique Tarancón como conductor de esta modernización.

 

Llegaba Antonio Dorado a la diócesis de Cádiz en octubre de 1973 sustituyendo a Antonio Añoveros, otro ejemplo de esta nueva etapa, y será sustituido veinte años más tarde por otro Antonio, Ceballos, conformando un trío de grandes obispos, con un profundo carácter social, de los que ha disfrutado la sociedad gaditana durante casi medio siglo.

 

La propia llegada de Dorado Soto a Cádiz firma un retrato fiel de su forma de ser y de pensar. Vino conduciendo un coche, un Renault-8, matrícula de Granada (hasta ese momento era obispo de Guadix-Baza), acompañado por su padre. Llegó hasta la plaza de la Catedral, templo que en aquel año aún estaba cerrado, y tuvo que preguntar a un hombre que estaba por la zona, acompañado por su hijo, cómo podía ir al Palacio Episcopal, situado en la plaza de Fray Félix. "¿Quién es usted?", preguntó la portera de la Casa cuando llamó a la puerta. "Soy el nuevo obispo de Cádiz", le dijo. Cuenta la crónica de Diario de Cádiz que llegó vestido con sotana "y sin el menor signo externo de su condición de prelado". Al rato, acudieron a recibirle su hermana, Mariana, y el rector del Seminario de Cádiz, el padre Hernández.

 

A la vez que Dorado llegaba a la que iba a ser su residencia durante los próximos veinte años, en la vecina iglesia de Santa Cruz, que hacía las veces de Catedral, se oficiaba una misa presidida por el deán Bernardino Antón tras una peculiar toma de posesión, en la que no estuvo presente el nuevo obispo que estuvo representado por el vicario Pablo Álvarez Moya.

 

Sin deshacer sus maletas, ya mantuvo el primer encuentro con el entonces alcalde de Cádiz, Jerónimo Almagro, y miembros del cabildo que le destacaron lo que para ellos era una prioridad de la Diócesis: reabrir la Catedral. Lo cierto es que aún pasaría más de una década hasta que en 1984 la Catedral se volvió a abrir al culto, con una eucaristía concelebrada por el Nuncio del Vaticano en España, Antonio Innocenti.

 

Antes, Dorado Soto había tenido tiempo para ver cuáles eran los verdaderos problemas de una diócesis muy pobre. Él mismo recordaba que cuando vino desde Guadix optó por utilizar la carretera nacional y no la autopista para así realizar una primera visita a algunas de las localidades que conformaban la provincia eclesiástica. 

 

Ya en aquel momento los aires renovadores de la Iglesia de Pablo VI y de Tarancón, iniciado con dificultades por Añoveros, comenzaron a calar en Cádiz con Dorado Soto, un sacerdote dotado con una gran inteligencia y que supo compatibilizar su tiempo en la diócesis con cargos dentro de la Conferencia Episcopal, primero al frente de la Comisión del Clero y después en la de Enseñanza y Catequesis. En ambas trasladó lo que también fue aprendiendo en Cádiz al conocer en primera línea de una dura realidad social con un alto desempleo, falta de viviendas dignas y una sociedad desmotivada. Todo ello le llevó, en su etapa gaditana, a apoyar los movimientos sociales más avanzados y a promover el apoyo de la Iglesia a los emigrantes, hoy uno de los santos y señas de la diócesis de Cádiz gracias a la perseverancia de unos cuantos. "Es evidente que sin justicia no es posible la reconciliación sincera", se atrevía a la lanzar en su primera homilía leída en octubre de 1973 en la Catedral Vieja.

 

Su inteligencia y su habilidad diplomática le hizo mantener unas relaciones aceptables con los gobiernos de la época, todos socialistas tras el final de la dictadura y las primeras elecciones generales y municipales, en 1977 y 1979.

 

Al obispo Dorado Soto le tocó lidiar con una época convulsa desde el punto de vista laboral con las primeras reconversiones industriales en Astilleros. A Dorado Soto no le gustaba hacer las cosas de oídas y cuando tuvo el encargo de poner en marcha una pastoral obrera se adentró en la realidad y mantuvo reuniones con muchos colectivos.

 Abrió las primeras puertas para la colaboración entre la Iglesia y el Ayuntamiento o la Junta, recuperando con ello para la ciudadanía una parte del patrimonio religioso, como la misma Catedral que estaba cerrada desde mediados de los años 60. Lamentablemente quienes estaban en el poder en 1993 no supieron valorar su trabajo social y de diálogo, negándole la Medalla de Oro de la Ciudad de Cádiz.

 

Con las cofradías tuvo una buena relación en líneas generales aunque también hubo algunas tiranteces porque creó diversas normas que cortaron las alas para la formación de nuevas cofradías.

 

Cuando se jubiló como obispo de Málaga en 2008, ciudad a la que se marchó con pesar en 1993, Guillermo Domínguez Leonsegui, que llegó a ser un efectivo vicario general con Antonio Ceballos, recordó que "insistía mucho (cuando les visitaba en el Seminario) en que no dejáramos de estudiar y decía incluso que lleváramos un libro en el coche para leer cuando hubiera atascos. Un gran hombre, un gran cristiano y un gran pastor en las diócesis por donde ha pasado".

 

Hábil en la gestión del día a día, no dudo en rodearse de nombres que le ayudaron con efectividad en su labor, como José Carlos Muñoz, Ignacio Egurza, Enrique Arroyo o Félix González del Moral. 

 

Sólo tuvo un defecto, y muy humano, para quienes tuvimos la suerte de poder conversar con él en más de una ocasión: era un fumador empedernido y siempre que se le entrevistaba en su despacho, la sala acababa llena de humo, haciendo caso omiso de las quejas del periodista.

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