Andalucía

La Dehesa que se seca

  • La muerte inexplicable y súbita de las encinas y una insostenible normativa ‘sostenible’ amenazan la cuna del ibérico

Entre dos alcornoques se podía leer en una gran sábana colocada a la entrada de Aracena: “La sierra no tiene prisa”. Era el modo de protestar por la construcción de una autovía que uniría Sevilla con Portugal a través de la Dehesa. En la Sierra el tiempo, hasta hace poco, discurría a otro paso. Creyeron los habitantes de esta tierra pobre, en la que desde hace dos mil años tienen la paciencia de criar sus cochinos ibéricos, engordarlos en la montanera con la bellota y esperar otros tres años a que el jamón se cure en la bodega, que podrían controlar el tiempo. Ahora el tiempo los atropella. En el momento en que la gente de ciudad redactó normas, tomó decisiones, apostó por la “sostenibilidad”, la “biodiversidad”, el “elemento singular”, la “puesta en valor” y otros grandes compromisos, todo perdió sentido (común). Sí, fue entonces.

La Dehesa nos recibe con dos cadáveres de encinas, muertas de pie, pardas, como ahorcadas. La Seca salpica este bosque. Hace más de veinte años que apareció, más de veinte años que la gente de la Sierra espera que alguien les explique qué está pasando, hace más de veinte años que Juan Macías paseó entre las encinas verdes de una finca y, a la semana siguiente, regresó y estaban muertas. La muerte súbita. 22.000 hectáreas de las 240.000 de dehesa de Huelva están afectadas, según Encinal, foro para la conservación de la Dehesa. Y el fenómeno desconocido no se detiene.

Macías es ganadero e industrial. Ha levantado su negocio desde abajo. Fue gerente de Lazo, la marca señera de la cercana Cortegana, luego montó una cooperativa y ahora este secadero de jamones de Jabugo lleva su nombre y quiere que se transforme en dinastía. Su hija, Rocío, veterinaria, pasea con nosotros, porque Juan reconoce que hay cosas que no entiende. “Antes todo era más sencillo, curar y vender... os voy a enseñar una cosa”. La cosa se llama Fosfo Inyect. Es la única solución que le han dado a los ganaderos. Un chute de fósforo en el tronco de la encina. Cada una de estas inyecciones cuesta seis euros y un tratamiento en una sola hectárea supone un coste de 240 euros. A Juan no le fue mal, a otros ganaderos no tanto. Inyectaron y las encinas se recuperaron momentáneamente para volver a caer con el tiempo. Un informe de la Junta sobre el producto reconoció resultados “esperanzadores, pero no espectaculares”. Juan siguió trabajando en otra finca que tiene en Portugal con un tratamiento con abono. Y resultó. A los pocos días estaba allí la ministra de Agricultura de Portugal. Por sus tierras de Huelva no ha venido nadie. La Seca sigue siendo una incógnita, aunque se conviene que el mal está en el suelo y tiene un nombre: phytophtora. Es un hongo australiano, aunque en Huelva todo suena a marcianos.

“Será el hongo y será que no llueve, pero hay otros hongos...”, nos han dicho unos ganaderos en la venta Los Ángeles, unos kilómetros atrás. Entendemos cuáles son los otroshongos cuando Rocío Macías nos explica en el secadero la norma que inundó las estanterías de los supermercados de la palabra ibérico. La norma fue una petición del sector tradicional de jamón ibérico para acabar con el intrusismo. Y la ‘Norma’ se volvió contra ellos dando vía libre a que casi cualquier cosa pudiera firmar ‘ibérico’ a poca sangre ibérica que tuviera. E ibérico también es, legalmente, aquel cerdo que no ha visto una bellota, e ibérico también puede ser un cerdo engordado en un cebadero catalán. “¡Era la legalización de un fraude!”, se indigna un ganadero.

El resultado fue que las grandes cárnicas del jamón blanco salieron ganando al poder atribuir la raza a sus productos. La capacidad de la Dehesa sólo da para producir cuatro millones de jamones, pero legalmente salen al mercado diez millones de patas con etiqueta de ibérico. Uno puede encontrarse ibéricos a precios irrisorios, precios que no cuadran con los costes reales de la producción artesanal en la Dehesa. A cambio, la Administración ofreció un sinfín de etiquetas de calidad y certificaciones que son un laberinto burocrático y que ha hecho crecer una nueva casta: los certificadores. Es todo eso que Juan dice no entender ni querer entender. El sabe que lo que tiene que hacer es vender, que la Navidad se presenta difícil, “que sacaré 40.000 piezas y se venderán la mitad y que las bodegas están llenas de jamones”.

El barullo es tal, los términos tan difusos y “el consumidor está tan confundido”, como reconoce Rocío, que las empresas del ibéricoque se lo pueden permitir prefieren ampararse en las marcas. Es el caso de Sánchez Romero Carvajal, propiedad de Osborne, y que, ofreciendo ibérico de bellota, en sus etiquetas se limita a poner 5 Jotas, que es el único certificado que necesita su clientela. Juan Mateos es relaciones públicas de esta catedral del jamón erigida en pleno Jabugo. Nos ofrece una visita por el templo y aceptamos saludando antes a Alfonso XIII, que en una foto nos sitúa en este mismo lugar hace 80 años. Empezamos en el patio, donde antes se realizaba la matanza y parece que puedan escucharse aún los gritos de los guarros. A lo largo del paseo veremos cosas sorprendentes. La primera es que todo está forrado de plástico, que ha sustituido la madera por otra extravagante norma que dice que lo que se ha hecho siempre contraviene el pensamiento de algún tiquismiquis europeo. Nadie levanta la voz. La gente de la Sierra, estupefacta, se encoge de hombros, pero no dice nada a aquellos que viven en ciudades enlodadas de humo y alimentadas de fast food. No dice nada, incluso, a un consumidor que se precia de entender de jamón y al que le están dando gato por liebre amparándose en mitos como el de la pezuña negra. “La pezuña negra no identifica al ibérico –explica Juan Mateos– sino su caña fina”. Otras sorpresas nos llevan a la tradición, como el salón donde se ahuman jabuguitos, que es una fantasmagórica nave de niebla donde cuelgan miles y miles de chorizos; o la planta de lonchado del jamón, donde están permanentemente cortando a cuchillo los maestros jamoneros. Ninguna máquina toca el 5 Jotas. Sánchez Romero Carvajal es la imagen de éxito del sector, una industria que es locomotora de exportación. Está en Harrods y diariamente el restaurante londinense Cambio de tercio despacha un jamón a su selecta clientela. Japón se engancha, Estados Unidos abre sus puertas y las tiendas gourmet equiparan las patas de este pequeño reducto al caviar. Un mundo de color.

Hay otra imagen, amarga, que se resume en un anuncio de prensa: “Vacaciones Pata Negra. Por contratar un crucero todo incluido regalamos un jamón ibérico”. ¿Cómo es posible esto? En el mercado un jamón ibérico de bellota no puede estar por debajo de los 300 euros. No cuadran los números, pero sí cuadran cuando el jamón duerme en las bodegas y no llegan los pedidos. La burbuja que nos hizo creer que éramos ricos durante la última década nubló las previsiones de algunos productores. Más cerdos que nunca, más patas que nunca en las bodegas. Y esta particular burbuja también estalló. El mercado se atragantó con una minoría de tradicionales que perdieron norte y, sobre todo, con una competencia desleal y legalizada. El problema no es pequeño. El sector mantiene en Huelva 4.300 explotaciones, un millar de empleos directos, un centenar de empresas. Y sus ventas han caído hasta el punto de que el precio, según las estimaciones del sector, se ha desplomado un 20% en un año.

Miguel Magallanes forma parte de una saga de ganaderos y, recientemente, ha recibido el premio bellota de oro. Es difícil encontrar alguien con más conocimiento. Magallanes representa muy bien el estupor serrano:“Lo que hay es una ‘seca’ del mercado y los factores son muy diversos. La norma por la que me pregunta se podría resumir de la siguiente manera: si cruzas un caballo con un burro, tienes un mulo, no un caballo. Aquí se autoriza a que los mulos se llamen caballos y que los caballos se tengan que buscar otro nombre”. El veterano ganadero hace números. En la última campaña se perdió dinero, la arroba de cochino se ha pagado el último año a tres mil y pico pesetas, igual que hace quince años, pero los piensos han subido un 50%, la industria se resiste a fijar precio para los cochinos de la próxima matanza, hay que arrancar encinas muertas... y la impresión es que nadie hace nada: “Saben que el agua del mar subirá un milímetro dentro de dos mil años, pero no saben qué pasa con una dehesa que puede desaparecer dentro de 50 años a este ritmo”. Su desazón tiene motivo. Este año arrancará 400 encinas y arrancar cada uno de esos árboles es desgajar parte de su vida. “Si se replanta sobre una tierra enferma, volverá a producir bellota dentro de 50 o 60 años, pero¿sobrevivirá?”

Otros ganaderos prefieren anonimato para decir lo que piensan. “Nos nombraron parque natural y nos dijeron repoblaremos con ciervos para los cotos sociales, pero no se podrán matar ciervas. Ahora mismo la Dehesa está atestada de ciervos que se comen las bellotas de los cerdos . Y entonces te aurotizan una malla cinegética que te cuesta dos millones el kilómetro y tú dices yo no quiero cazar . Y te dicen diversifica y monta turismo rural y tú dices ¡pero si yo no quiero ser hostelero, quiero criar cerdos, que es lo que sé hacer! Nosotros les hemos entregado esta Dehesa sana, se ha cuidado durante siglos y nos quieren enseñar ahora qué es una Dehesa sostenible. Pues bien, la Dehesa se nos está muriendo”.

Sería necesario llenar un autobús de especuladores y llevarles a una finca que se sitúa en El Repilado, a pocos kilómetros de Jabugo. Allí los especuladores llegarían a Montefrío y se encontrarían con la sonrisa de Armando y Lola, dos personas encantadoras que viven en su finquita ecológica con sus dos hijos. Su sensatez desarma. La sierra no tiene prisa. Empezaron en la Dehesa y les pilló la peste porcina. Aguantaron porque sabían lo que querían. Sobrevivieron siendo pioneros en turismo rural. Decidieron que criarían cerdos y ahora crían 90 por campaña. Y no crecerán por muy bien que vayan las cosas. “No nos podemos volver locos. Lo que se necesita para vivir como queremos vivir es esto, no más”. Han decidido dar un nuevo paso. Ahora trabajan para transformar y comercializar. Desde el primer proceso hasta el último. A ellos la Seca les está respetando. “Es una zona un poco más húmeda”, explican, pero también es cierto que no dejan que la tierra se amodorrre. Plantan guisantes o lo que haga falta, hacen respirar a la tierra. “La Seca es un efecto, un aviso de que algo a un mayor nivel está cambiando”, reflexiona Armando. Cuentan que en una finca arrasada por la Seca se hizo una repoblación de aves insectívoras y, milagrosamente, las encinas revivieron. No se hacen ilusiones, no lloran aunque saben que el mercado está mal, no se resignan como no se resignaron durante la peste porcina. Saben lo que quieren y saben que no quieren ser ricos, que lo que quieren es que la existencia se detenga en los momentos mágicos. Para eso hay que trabajar. No paran de hacerlo.

 Y quizá el autobús de especuladores entendería ese mensaje en una sábana. Los cochinos inician la montanera revolcándose como críos, buscan la bellota que les llevará de los cien kilos de ahora a los 160 dentro de dos meses. Responden a los gritos de Armando como lo hicieron miles de generaciones atrás. En la Sierra no hay prisa. Lola juega con sus hijos a descubrir formas en los troncos retorcidos de los árboles centenarios: “Mira cómo se abrazan esas ramas. Es el árbol de los enamorados”. Anochece en Montefrío ante un café hirviente, charlando con Armando y Lola sobre una vida en la que se habla de la tierra, de los animales, de bellotas y del agua que no llega, del cielo y de un lugar escondido en un punto de la serranía alfombrado de encinares donde el tiempo, simplemente, no existe, aunque algo, un desconocido, quizá nosotros mismos, esté matando las encinas que durante siglos engordaron a los cerdos ibéricos.

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