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Sevilla

La caída de un mito

Aquel Rocío de 2003 cambió por completo el cliché de Maribel, como así la llaman los más íntimos. Era vísperas de Pentecostés cuando esta trianera del Tardón dejó para siempre colgado el hábito de viuda de España -figura alejada de escándalos buscados- y se vistió con los volantes de una relación que ha acabado siendo su horca. Desde esa primavera ha enseñado dientes para defender amor, hijos y honradez. Ahora, tras ingresar en la prisión de Alcalá de Guadaíra para cumplir dos años de pena por blanqueo de capitales, no le queda otra que el rechinar de dientes.

Si alguien contribuyó a la transición de la copla, ésa no fue otra que Isabel Pantoja, aquella joven de aspecto tímido e inocente que coqueteó (trenzas incluidas) con anuncios de muñecas. Pudo haber sido una niña prodigio, pero su estrellato llegó en el momento justo. Ni antes ni después. Cuando tuvo las tablas suficientes para salvar un género que estaba destinado a quedar bajo llave en el trastero del nacional-catolicismo.

España danzaba al son de la movida de los 80. Un país dispuesto a poner punto y aparte en su historia con canciones que escandalizaban los oídos más mojigatos. En medio de esta excentricidad musical la niña Isabel se colaba en las pistas de baile con su "pan tostaíto, migaíto con café". Garlochí por un amor que puso la Plaza de San Lorenzo una tarde de abril como sólo Sevilla sabe ponerse en bodas que suscriben el tópico de la tonadillera y el torero. La artista del Tardón presumía de llegar totalmente inmaculada al matrimonio con Paquirri. Su cuerpo no había conocido varón alguno hasta entregarse a Francisco Rivera. Así decía ser Isabel y así la idealizaban los cientos de admiradores con los que ya contaba la Pantoja.

Su matrimonio parecía, de puertas para fuera, un cuento de hadas que se vio truncado una tarde de septiembre de 1984 en Pozoblanco. Paquirri moría en el ruedo. Nacía el mito de la viuda de España. Aquella mujer abatida, de negro riguroso y con amplias gafas de sol reapareció un año después en el madrileño Teatro Lope de Vega en un concierto que contó con la presencia de la reina Sofía.

Al escenario subió a su Pequeño del Alma y sobre esas tablas inauguró su época dorada. Marinero de Luces le llevó a navegar por las cotas más altas de popularidad. Después de ese éxito vendrían otros. Su caché se igualó con el de las artistas más cotizadas de aquellos años. Ya nadie le negaba que poco tenía que envidiarle -en cuestión de cifras- a su rival más directa: Rocío Jurado. Llenaba todos los conciertos, vendía más discos que la chipionera (al menos, fue lo que aseguró en una declaración televisiva) y sus temas musicales formaban ya parte del cancionero español (y hasta del extranjero).

Aquellos años dorados fueron a la deriva a partir del Rocío de 2003. Desde que murió Paquirri sus amores -los confesables y los nunca confesados- los había vivido con la mayor discreción y alejados del foco de las cámaras. Pero aquella primavera la cantante no dudó en pasearse de la mano de Julián Muñoz, entonces alcalde marbellí y aún casado con Maite Zaldívar. El mito de la viuda de España saltó hecho añicos.

La Pantoja entró en una espiral de caída libre donde no han faltado detenciones y banquillos de tribunales. Apostó -por amor o ambición- por una relación de alto riesgo de la que sólo le quedan escombros tan tóxicos como para arrebatarle el mayor reconocimiento que le dio Andalucía.

Abuela de dos nietos, el auto para entrar en prisión llega cuando sus hijos llenan por méritos propios horas de programas rosa. Los que un día tuvo como amigos aseguran que no quiso escuchar las advertencias sobre el ex alcalde marbellí. Su vida parece ahora escrita al dictado de una copla: "Me lo dijeron mil veces, mas yo nunca quise poner atención".

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